martes, 29 de diciembre de 2015

Las fauces del león, 3ra parte

  A mi viejo le encanta ir al cine. O le encantaba, al menos, hace mucho que no sale de casa más que para cuidar a sus nietas. Ahora le sería imposible, pero hace años que dejó de ir al cine, y en esa época podía hacerlo. Recuerdo un episodio que me pareció clave: mi padre con muchas ganas de ir al cine, invitando a mi madre, mi vieja diciéndole que no, metiéndose en la pieza, siempre a la pieza a ver tele, mi viejo quedándose en casa, porque mi viejo no sale si mi vieja no lo acompaña. Andá al cine, papá. ¿Por qué no vas al cine? Te encanta ir al cine y no vas nunca. Recuerdo haberme jurado no cometer ese tipo de errores en el futuro. Era un chico que creía que podría llegar a tener una relación normal, después crecí un poco y entendí que jamás iba a tocar a ninguna mujer, después crecí otro poco y descubrí que siempre hay alguna mujer que te toca aún cuando te empeñás en decir que no es eso lo que querés, después crecí un poco más y me mandé cagadas mucho peores que las de mi viejo.
  También recuerdo el mes que mi vieja se fue de vacaciones a Italia, a visitar a su familia, dejándonos a mi viejo y a mí solos. Era un época en la que casi ni nos hablábamos, no porque existiera algún rencor, sino porque no había puntos de contacto. Y porque había muchísima culpa de mi parte, no podía mirar a los ojos a mi viejo sin sentirme un desperdicio de tiempo, recursos y posibilidades. No sé qué le pasaría a él, pero sí sé que el cine nos salvó. Ir una vez por semana a llorar al cine juntos, nos salvó.
  Pero mi recuerdo clave es este: un domingo, almorzábamos mi viejo, mi primo Ezequiel, Javier y yo. Hablábamos sobre películas y calculo que estaríamos intercambiando anécdotas sobre salidas al cine. Puedo dar por sentado que yo conté sobre esa vez que fui a ver "el rey león" con Ezequiel y uno de sus amiguitos. Me encanta contar esa anécdota. Mi tía nos deja en un cine a los tres. Los tres somos niños, pero automáticamente paso a ocupar el rol de adulto. Tengo que cuidar a los dos pequeños, tengo que soportar la película de Disney (siendo lo más probable que yo la quisiera ver también), los pibitos en un punto se paran y se ponen a bailar una de las canciones de la película, yo me muero de vergüenza e intento hacer que se sienten. Ellos se cagan de la risa, la pasan bárbaro. Yo, como siempre, me siento fuera de lugar y observado. No es una anécdota graciosa, pero sirve para ilustrar la relación que tengo con mi primo, la de ese momento y la actual. Y la cuento siempre y cuando él esté presente, porque hay amor en esa anécdota, debajo del disfraz que llevan todos mis discursos, escondido detrás del desapego, la sorna, el ridículo, el desprecio. Es la única manera que encuentro de decirle a mi primo que lo quiero.
  En fin, estamos en esa mesa, ese domingo, contando historias de ese estilo, y Javier en un momento dice "yo nunca fui al cine". Recuerdo el silencio, la cara de Javier, y la expresión de mi viejo, porque automáticamente fui a buscar su reacción, él tenía que dictarme qué cara poner, cómo seguir hablando después de esa confesión. Vi el dolor dibujarse en su cara, pero duró poco. Unos segundos después rompía el silencio pronunciando la única palabra que la situación ameritaba.
  "Vamos".

domingo, 20 de diciembre de 2015

Las fauces del león, 2da parte

  Trato de escribir sobre Javier, y encuentro muy difícil poder precisar los tiempos. No recuerdo cuánto tiempo vivió con nosotros. Eso me hace pensar que habrá sido poco. Le preguntaría a mi familia pero el tema de Javier es algo que no se habla, para nada. Nos duele a todos, supongo. La única mención posterior se dio hace unos años, cuando mi vieja, a solas y en voz baja, me comentó "Javier volvió al barrio, ¿sabías?". Le contesté que no y ya olvidé qué me dijo después. No sé si me comentó que vivía con una mina, o si es algo que estoy inventando ahora. Me cuesta mucho recordar, me cuesta mucho escribir. No sé bien por qué lo hago, a quién trato de contárselo. No sé a quiénes se lo he contado cara a cara. Sólo a una persona, me temo. Pero trato de reconstruir, y no sé por dónde empezar. Intento esto:

  Javier se meaba en la cama, prácticamente todas las noches. Gritaba en medio de sus pesadillas, también, usando palabras que no existían, y sólo ahora puedo intentar describirlo como "hablando en lenguas". Yo me cagaba en las patas cuando lo escuchaba. Todas las noches me iba a acostar con miedo, sin saber bien miedo a qué. Miedo a su miedo, quizás, si quisiera creerme buen tipo. Y así, a unos días de que Javier comenzara a vivir en mi casa, toda nuestra relación había cambiado. Antes era ese amigo que venía a jugar a mi patio, sin saber muy bien por qué. Ahora era un pibe torturado que dormía en la habitación siguiente a la mía, un pibe al que seguro le habían hecho muchísimo daño. Ya no podía tratarlo igual, no sabía cómo tratarlo. Todo en él me parecía frágil: su aguda vocecita, su terror nocturno del que no sabíamos cómo hablar, su actitud de sumisión constante. Sus ojos claros.

  Me detengo. ¿Tenía ojos claros? Lo evoco en mi cabeza con ojos claros, pero debe ser una de las trampas de mi memoria. Lo recuerdo frágil, y lo armo acorde a eso: los ojos claros son, en mi aparato simbólico, un indicio de vulnerabilidad. Por eso desconfío. 
  También desconfío de mi capacidad para observar esos detalles. Tengo muy presente un momento vergonzoso pero edificante, de otra etapa de mi vida. Chateando, una hermosísima mujer con la cual ya había salido un par de veces, me convenció de que no tenía ojos claros, cuando en realidad ese era uno de sus rasgos más llamativos. Pasado el chiste, creo que se entristeció pensando que yo no la registraba, o que no le prestaba atención. Y algo parecido me pasó en otra ocasión, con otra hermosa mujer, cuando después de años de amistad tuve que parar una conversación para mirarla bien de cerca y constatar que sí, que tenía ojos claros y que uno era más claro que el otro, pero me estoy corriendo definitivamente del eje de lo que quería contar. Tengo que volver a Javier, hay algo ahí que quiero contarme, y no sé qué es. Y estoy solo en esto. Como dije al principio, en mi familia no hablamos de Javier. No tengo a quién preguntarle si tenía ojos claros o no.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Las fauces del león, 1ra parte

  Soy una persona con una muy baja autoestima. Enfermizamente insegura, de manera exagerada. Haciendo tratamiento psicológico me topé con la tranquilizadora frase "la duda es un indicador de sanidad mental", y la abracé con toda mi fuerza. Era una explicación amable: soy sensato y centrado, nunca un cobarde sin registro de la realidad.
  Esta inseguridad me hace una persona celosa. Estar seguro de no valer nada pone en peligro cualquier posición que haya sido ganada. Siempre hay alguien que puede pasar a ocupar ese lugar que, ridículamente, ocupo. Me pasó con mi primo menor. A los tres años, vivía un enamoramiento con mi tía. Pasaba en su casa varios días, no quería volver con mis padres, era feliz con mis tíos jóvenes donde no había hermanos mayores, no había competencia de ningún tipo y todas las atenciones eran para mí. Hasta la llegada de Ezequiel. Cuenta la leyenda que prometí no olvidar nunca "eso" que me hacía mi tía; la llegada de otro niño. Y esa boludez infantil me volvió a ocurrir unos años después, con la llegada de Carlitos.
  Carlitos era un pibe del barrio; un barrio en el cual yo no era uno de los pibes del barrio, porque básicamente no salía de mi casa más que para ir y volver de la escuela, a una cuadra y media. Carlitos comenzó a venir a mi casa, en una época en que yo casi no tenía amigos, o quizás los tuviera pero no se molestaban en venir a visitarme. Repito: por esos años, yo no salía para encontrarme con nadie. Así que Carlitos venía. Mis padres, mi madre, creo, le abrió la puerta. Me lo presentó. "Él es Carlitos". Y comenzamos a jugar. Al menos uno de mis dos hermanos a veces estaba presente y hacía todo un poco más fácil: organizaba algún juego, o al menos servía de intérprete, ya que podía hablar con los dos niños que no podían hablarse entre ellos (toda la culpa era mía, no hay ninguna sorpresa). Y Carlitos se convirtió en mi amigo.
  No recuerdo cuánto tiempo fuimos amigos, y tampoco puedo recordar qué edad tenía cuando lo conocí. No recuerdo mucho de la primera etapa de nuestra amistad. Recuerdo que él tenía pelo largo y que desapareció por un tiempo prolongado, y que después volvió a aparecer con el pelo cortísimo y llamándose Javier, que en realidad "Carlitos" era un apodo, que ese era el nombre de su padre pero que él era Javier. Y en esa segunda etapa comenzó a ser Javier. Creo recordar que esa segunda etapa me encontró más sociable, con otros amigos. Sé que uno, al menos, conoció a Javier. Creo recordarnos a los tres jugando a la pelota, aunque no puedo entender cómo yo podía estar jugando a la pelota al aire libre. Calculo que eran mis intentos por ser un niño normal, o por no estar tan solo todo el tiempo, al menos. Quizás hasta lo disfrutara. Sí, el recuerdo es placentero.
  No sé bien qué pasó entre esa segunda etapa y la tercera. No sé si Javier volvió a desaparecer o si de un día para el otro, comenzó a vivir con nosotros. Ahí entendí un poco más por qué había llegado a mi vida, cómo es que mi vieja me lo había presentado. Carlitos pasaba a pedir comida, y mis viejos le daban. Ahora que escribo esto, pienso que el hecho de que me consiguieran un amigo también fue un acto de caridad, mis viejos debían estar preocupados por mí. En fin, en algún momento mis viejos decidieron que Javier viviera en nuestra casa. Sé que hablaron con su madre, no sé más que eso, pero Javier pasó a ser uno más de nosotros. Y yo no lo pude aceptar. Era mi amigo, lo quería, pero el hecho de que mis viejos adoptaran un chico de mi edad me pareció dolorosamente insultante. Lo acepté y apoyé la decisión desde el plano racional, pero emocionalmente me sentía devastado. Estaba indignado. Recuerdo una fantasía: soplaba las velas de mi cumpleaños número dieciocho, y me iba de casa. Interrumpía el festejo revelando un bolso preparado de antemano, y me iba, haciéndole saber a mis padres que era por Javier, por el hecho de que lo adoptaran, que me iba para siempre. Qué hijo de puta. Ahora entiendo por qué no recuerdo mucho de todo este episodio: era un pendejito de mierda y no lo quiero aceptar.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Tres maneras de equivocarse en la obsesiva búsqueda de patrones (o "no soy tan boludo")

  Tuve una novia que era muy inteligente. Una de las personas más inteligentes que conocí en mi vida. La segunda más inteligente, seguro. La más inteligente, puede ser. Hace unos siete años, más o menos, me prometió que se iría del país el día que Macri fuera presidente. Para probar que ella era mucho más inteligente que yo, me reí de su miedo, asegurándole que un pelotudo como Macri jamás llegaría a presidente, que se quedara tranquila. En realidad, estaba tratando de tranquilizarme a mí mismo. Yo no me quería ir a vivir a otro país, y no podía pensar en no vivir con ella. Las cosas cambiaron. Y hoy (un hoy que no es hoy, pero que casi), Macri es el presidente. Esa promesa sólo me la hizo a mí. O no, es decir: el día que me lo dijo, no había nadie más escuchándola. Y en las incontables charlas de política que compartimos con otras personas, no la escuché repetirlo. Quizás sea el único al tanto de su promesa. Quisiera saber si la recuerda. Quisiera saber dónde está, quizás ya no esté en el país. ¿Quisiera saber de ella? No lo sé, en momentos de angustiante soledad es difícil darse cuenta de cuánto valen los demás, de si los otros son las personas que se supone que tienen que ser o si son, más que nada, un remedio para esa tremenda angustia. Lo que sí sé, y creo que es lo más triste, es que quisiera saber si tiene planeado irse, porque me gustaría volver a la casa que compartíamos. Quisiera saber si no me la alquila.

  Salí con tres mujeres en toda mi vida. Las tres usaban (usan, calculo, pero el pretérito es el único tiempo del que puedo estar seguro) sus segundos nombres para identificarse. Las iniciales de esos nombres son, en orden cronológico, "A", "L" y "E". ALE. Si hay alguna especie de orden superior, acabo de entender lo que me quiere decir: se llegó a donde se tenía que llegar. Aunque también recuerdo la sentencia de un amigo muy querido, el más sincero y bestial que tengo, que alguna vez, al escucharme describir a una chica que me gustaba (ni "A", ni "L", ni "E", sino la única chica que me gustó que no me dio bola), me espetó un "Kaos, tenés que dejar de enamorarte de vos mismo". Así que puede ser obra de un orden superior, u obra mía, que soy capaz de manejar la realidad que me rodea de manera simbólica para dictar señales oscuras y ambiguas. O puede ser una casualidad, claro. Pero no puedo perder la oportunidad de compararme con Dios, ¿no?

  Casi no estoy leyendo, pero nunca en mi vida compré más libros que ahora. También me compré más instrumentos de los que podré aprender a tocar en mi perra vida, pero bueno, estoy rellenando vacíos con cosas. Lo hacemos todos. Lo que me llama la atención es qué libros estoy comprando (y leyendo). Son libros que me recomendó o que le gustaban a una piba que sé que no voy a volver a ver. Son libros que me quedé con ganas de comentar con ella, para enterarme de su opinión. ¿Para qué elegirlos, entonces? La respuesta real es que son libros buenos, buenísimos. Aunque me asusta pensar que, quizás, sea una manera de fingir que la conversación con esta persona continúa, o que es posible, que me tengo que preparar para cuando finalmente se reanude. Son libros buenos, nada más. No soy tan boludo. No soy tan boludo. No. No soy tan boludo.