miércoles, 10 de diciembre de 2014

Sin título, número 1

  El primer día no me enteré de nada. No noté nada extraño. Las desapariciones eran sólo eso, no las integré a una visión general. Raro en mí. Siempre me creí algo así como un cazador de patrones. Lo que confirma que la opinión que tenemos de nosotros mismos es siempre desacertada. Até cabos recién al segundo día. Ese primer día, sólo noté que Guillermo había faltado al trabajo. Le pregunté a Julia si necesitaba que me quedara hasta más tarde, para cubrir su turno. Su única respuesta fue una mirada fría, difícil de precisar si era de desprecio o de indiferencia. Me volví a mi casa a la hora de siempre. Julia no contestó a mi saludo.

  El segundo día, sí. Lo noté. En el colectivo sólo viajaban mujeres. Y yo. La chofer era una de las pocas mujeres que trabajaban en esa línea, la misma que me había llevado y traído de vuelta el día anterior. ¿Dónde estaban los hombres? Yo estaba ahí, ¿dónde estaba el resto? Julia no me dice nada, pero sé que Guillermo hoy tampoco viene. Hoy sí me quedo hasta tarde.

  Les mando mensajes a mis amigos, pero ninguno me contesta. Llamarlos, así, de la nada, me parece demasiado invasivo. Aún en una situación como esta. Espero a que respondan. Hace tanto que no hablo con ellos. Su silencio no significa nada. Nada nuevo, al menos.

  Las mujeres en el colectivo me miran mucho. Demasiado. Es la misma mirada fría de Julia, no sé qué significa. ¿Dónde están los hombres? ¿Me culpan por su desaparición? ¿O me culpan por no haber desaparecido?

  En el trabajo contratan a una chica para ocupar el lugar de Guillermo. Ya no me quedo hasta tarde. También contratan a una chica que hace mi horario, y trabaja en mi escritorio. Me mudo de escritorio pero no le pido explicaciones a Julia. He olvidado el sonido de su voz, pero creo recordar que me aterraba.

  Los hombres existieron. Hay fotos, hay miles de pruebas. Pero ya no queda ninguno más que yo. Todas ellas me miran, algunas sorprendidas. Me acostumbré a vivir en esta extrañeza. No fue tan complicado: sólo hay mujeres. Pero para ellas es más complicado. Sólo hay mujeres, hasta que yo paso caminando. Entrar y salir de esa realidad debe ser incómodo, puedo entender el odio detrás de algunas miradas.

  A la noche me cuesta dormir. Recuerdo que antes podía temer la intrusión de algún agente externo violento. En todas esas fantasmagorías pesadillescas, el intruso era un hombre. Ahora que ese temor es obsoleto, ¿qué es lo que me aterra? Lo que sea que haya hecho desaparecer a los hombres ha decidido ignorarme, no es eso. Me cuesta tratar de detectar a qué temo. Mis pensamientos son interrumpidos por el terror que produce cualquier mínimo ruido. Y cuando es de día, ya no tengo necesidad de pensar en el miedo nocturno.

  La colectivera pasó de largo. Van dos días seguidos. Camino hasta paradas en donde haya mujeres esperando. Ahí sí, entonces para.

  Este mes no me depositaron el sueldo. Quizás sea mejor así. Voy hasta el estudio de una abogada conocida, tengo el número de teléfono pero prefiero presentarme en el estudio y aguardar. En la sala de espera hay dos mujeres. Menos de un minuto después de sentarme, una de ellas se retira. La otra se me acerca, ofuscada, y me espeta un "¿No le da vergüenza?". La verdad es que sí.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Asco

  ¿Cuál es el peor insulto que un hombre le puede decir a otro hombre? Puto. ¿Cuál es el peor insulto que un hombre le puede decir a una mujer? Puta. La misma palabra, con diferente género, y he escuchado muchas veces decir que significan algo diferente en cada caso, que a nadie se le ocurriría usar "lesbiana" como insulto. Pero no. Esa visión es errada. Al decir "puto" o "puta", se dice lo mismo. Puto es aquel al que le gusta coger con hombres. Puta es aquella a la que le gusta coger con hombres (poco importa el tema del intercambio monetario, en el insulto sólo se hace referencia al gozo y a la elección). Así que pareciera que, para el hombre genérico, no hay nada peor que alguien que pueda querer coger con él. Nada en el mundo da más asco que él.

  Se siente bien saber que no estoy solo, y que lo que siento es sólo lo que me han enseñado que debo sentir.

martes, 17 de junio de 2014

El pelado

Estoy en la estación de Lomas, esperando el colectivo. En la fila ocupo el quinto lugar. En los primeros cuatro lugares hay, respectivamente: un pibe joven, flaco y morocho, con pelo corto y peinado con gel; una chica joven, bonita, pelirroja y con anteojos; un tipo alto, pelado, vestido con ambo azul; un señor petiso y de cara arrugada, con anteojos.

Estoy cruzando las vías de la estación de Lomas, llegando a la parada del colectivo. Hay sólo un tipo esperando (mala señal, porque implica que el tiempo de espera será prolongado, ya que no ha pasado mucho tiempo desde que el último vehículo se retiró). Me coloco detrás de él. Es un tipo alto, con cara de malo. Es pelado, lleva una campera sobre su ambo y tiene un maletín en la mano.

Estoy en un colectivo, a pocas cuadras de mi casa. Un pelado se levanta y va hacia la puerta delantera. Me suena, lo vi en algún lado. Pasan dos cuadras, y no se baja. Voy hacia la puerta trasera, toco el timbre: es mi parada. El pelado baja por adelante, en la misma esquina. Cruza por delante del colectivo antes de que este doble, camina hacia la misma dirección que yo emprenderé, una vez que el colectivo termine de doblar. Lo veo caminar mientras llego hasta mi casa. Me sacó más de media cuadra de distancia.

Llego a la parada del colectivo, estoy en la estación de Lomas. Adelante mío está el pelado del ambo. Prácticamente, viajo con él todos los días. Siempre se sienta adelante, suele ser uno de los primeros en subirse al colectivo y elige uno de los asientos más cercanos al chofer. También se baja por adelante, creo recordar. Siempre en la esquina de mi casa.

Estoy llegando a la estación de Banfield, en el tren. Generalmente viajo leyendo, pero contando las estaciones, siempre. A veces, cuando la lectura es muy atrapante, puede que me saltee alguna. No estoy seguro de que haya pasado, quizás sí, pero lo que importa es que tengo la sensación de que me pasa, o de que me puede pasar: es por eso que, además de contar las estaciones, miro por la ventanilla cada vez que el tren se detiene, para reconocer en qué estación estoy (siempre y cuando la lectura no esté demandándome tanta atención como para hacérmelo olvidar, cosa que no sé si alguna vez ocurrió, repito). Son seis estaciones hasta Lomas, siendo la de destino, la séptima. Yrigoyen y Avellaneda son las estaciones elevadas, son las más fáciles de distinguir de las demás, pero las más fáciles de confundir entre ellas. Por suerte, después viene Gerli, que es la más fácil de todas: las puertas se abren del lado derecho, cuando todas las demás (hasta Lomas, al menos) abren del lado izquierdo. Después viene Lanús, con el Bingo del lado derecho. Escalada, con los viejos talleres del lado izquierdo. Y Banfield, a la cual estoy llegando. Es la que más me cuesta, porque si no presté atención antes de que entráramos a los andenes (a la plaza del lado izquierdo), me veo obligado a contorsionarme para ver el cartel con el nombre de la estación, que está, al igual que la plaza, del lado izquierdo. Veo el cartel, me quedo tranquilo. Las puertas se abren, hay gente que baja, gente que sube. Las puertas se cierran y el tren reanuda su marcha. Instantáneamente, un pelado se pone delante de la puerta. Qué gracia me da esa gente tan apurada por ser la primera en bajar, que se prepara con tanta anticipación. Cuando el tren finalmente llega a Lomas, el pelado baja y sube las escaleras de la terminal corriendo. Es el pelado que compartirá luego el colectivo conmigo, y que se bajará a media cuadra de mi casa.

Estoy en un colectivo, a pocas cuadras de mi casa. El pelado se levanta y va hacia la puerta delantera. Me pregunto por qué siempre se baja por adelante, y también me pregunto por qué eso me molesta tanto.

Bajo del colectivo, el pelado no pudo cruzar antes de que el colectivo doblase. Me le paro al lado, los dos sobre el cordón, expectantes. Hace meses que lo veo todos los días. Pienso en la posibilidad de saludarlo. Quizás no sepa que tomamos el mismo tren y el mismo colectivo todos los días, quizás no me reconozca. Somos vecinos, viajamos todos los días juntos y ni nos saludamos. No creo que esté bien, me hace sentir incómodo.

Estoy en la estación de Lomas. No hay colectivos, hubo un paro sorpresivo. Veo al pelado de todos los días putear, se va. Sé que vivimos muy cerca. Podríamos compartir un remís, sería lógico y provechoso. Lo veo irse.

Estoy sentado en el colectivo, en la terminal. Veo al pelado subir. No es algo común, siempre llega antes que yo a la parada. Alguien sentado atrás mío lo reconoce. Lo saluda, lo invita a sentarse a su lado. Charlan todo el viaje. Por fin escucho su voz. Hablan de una iglesia evangélica a la que iban. Me invade la desilusión.

Hace días que cortan la luz en mi barrio a la noche. El colectivo cambia constantemente de recorrido, para colmo, y nunca estoy seguro de dónde me terminaré bajando. Esas cuadras a oscuras, nunca las mismas, antes de llegar a mi casa, son una pequeña preocupación. Llego a la estación de Lomas. Veo al pelado del ambo en la parada. Me tranquiliza.

Estoy en la estación de Lomas, esperando el colectivo. La espera es larga, ya van 25 minutos. Comienzo a estudiar a la gente de la fila, para combatir el aburrimiento. Caigo en la cuenta de que falta el pelado grandote con cara de malo, el del ambo. Poco tiempo después recuerdo que es sábado: nunca lo he visto un día sábado.

Estoy llegando a Lomas. La puerta del tren se abre y el pelado del ambo baja trotando. Esta vez apuro el paso, trato de no perderlo de vista, quizás su prisa constante tenga que ver con un mejor conocimiento del horario de los transportes. Cruzamos las vías por las escaleras, me aventaja por treinta metros, lo veo correr con vehemencia, ahora sí, para llegar a la parada. Ese pique repentino sólo puede deberse a que el colectivo está en la parada, a que puede estar por irse en cualquier momento. Corro también, veo que, efectivamente, el colectivo está por irse, el colectivo arranca, el pelado está a diez metros, yo sigo atrás, el colectivo frena en un semáforo, seguimos corriendo, llegamos a la puerta al mismo tiempo, el pelado le golpea la puerta al colectivero, el chofer lo ignora, el pelado le grita "¡cornudo!", nos comenzamos a retirar hacia la parada, el colectivo sigue frenado en el semáforo, el pelado continúa puteando. Sé que me habla a mí, es la primera vez que lo hace. Me hace cómplice de su furia, va alistando diversos insultos, así, en fila, hijo de puta, sorete, pedazo de puto. Lo único que se me ocurre responderle es un incómodo "nunca entendí esa tendencia de los choferes por no abrir la puerta fuera de la parada, estando frenados en un semáforo". Su respuesta es determinante. Es la respuesta que pone fin a este catálogo de encuentros, a estos pequeños intentos por conocer al pelado, por develar quién es. A partir de ahora, lo veré todos los días, pero ya no le prestaré atención, no intentaré descubrir nuevos datos sobre su persona. "¿Y qué querés, si era un negro de mierda? A esos negros hay que prenderlos fuego ni bien nacen".

lunes, 19 de mayo de 2014

Veneno puro

  No sé si soy un visitante, o un prisionero. Quizás sea uno de los tantos involucrados, pero de seguro soy uno que quiere escapar, que no siente que este sea su lugar. Estoy en un inmenso complejo universitario, una ciudad en sí misma, pero sus cimientos no pertenecen al mundo físico. Es un gran campo virtual, una grilla hexagonal de proporciones épicas, de la que es imposible alcanzar a ver los límites. Mi consciencia navega por este campo gris y se me cruzan las caras de todos los que hicieron de este su lugar: son todos estudiantes, jóvenes promesas, que usan las instalaciones para llevar a cabo investigaciones y experimentos subvencionados por el estado. Sus rostros se dibujan en la grilla, con destellos verdes y magentas, y se escuchan sus voces superpuestas tratando de explicar de qué trata cada uno de sus proyectos. Avanzo desesperado atravesando la inmensa grilla, cruzándome con esas caras sonrientes de spot publicitario que hablan una encima de las otras, con dicciones perfectas pero formando un coro cacofónico del cual no distingo palabra alguna. Aun así, sé que sus proyectos son triviales, inútiles. Esta grilla enorme, este campo del saber es un desperdicio de espacio, tiempo y recursos. O quizás no, quizás sea eso que pensé al principio: una prisión. Una cárcel para mantenernos a todos juntos, creyéndonos útiles y especiales. Pero me equivoco al hablar como si fuera uno de ellos. Yo no tengo proyectos, no tengo talentos, no tengo potencial alguno. Sólo tengo la necesidad urgente de escapar, de abandonar a todos estos muchachos (y muchachas, muchas muchachas hermosas, perfectas, felices), de desaparecer.
  El único descanso de las voces de las jóvenes promesas me lo proporcionan unas pantallas gigantes, que acaparan todo el campo visual con un mensaje de los organizadores. Muestran escenas de archivo envejecidas, con personal médico atendiendo a mutilados, a personas con todos sus miembros sin desarrollar, a seres humanos tan deformes que cuesta reconocerlos como tales. Las imágenes son impactantes, aterradoras. Los médicos y enfermeras les proporcionan alguna sustancia por vía oral, a la fuerza, o les aplican inyecciones, habiéndolos inmovilizado previamente. Sigo escapando, pero las pantallas se multiplican. Siempre me topo con alguna. Cada una muestra las mismas imágenes, pero el mensaje sonoro va cambiando de pantalla en pantalla. "El gobierno ha desarrollado una droga especial para ayudar a potenciar la capacidad intelectual de sus elegidos, aquí reunidos...". "Esta es una oportunidad única, esta droga es un secreto de estado, desarrollada en los años...". "Esta droga que les proporcionamos es veneno puro, pero con la dosis correcta los convierte en... ". Cada vez tengo más miedo, cada vez me muevo a una mayor velocidad, cada vez me oprimen más las caras y voces de las jóvenes promesas, y de los doloridos conejillos de indias que sirvieron para desarrollar esa droga.

  Despierto. Siento contra mi cuerpo la piel de una mujer que no me quiere a su lado, una vez más. Cierro los ojos y busco con todas mis fuerzas el camino de vuelta hacia los mutilados y su veneno puro.

miércoles, 9 de abril de 2014

Elogio del desprecio (un fósforo)

para el Tucu

  Es muy simple. Se toma toda la pasión, todo el deseo, todo el cariño que uno esté sintiendo en ese momento, y se le acerca un fósforo. Arde con una violencia inusitada, es un proceso que no lleva más que un par de horas. Duele como pocas cosas en la vida, pero es sumamente útil: esa persona que uno adoraba, pasa a ser odiada, y luego el tiempo hará su parte. Deja de ser una preocupación.
  Y ni siquiera hace falta que duela, ni hace falta viajar de extremos tan separados. Es muy fácil destruir nuestras emociones, nuestra curiosidad. Lo he visto muchas veces, y estando de los dos lados. Y es lo más sano, la volatilidad emocional es la respuesta. Hay que acumular mentiras, eso está clarísimo, lo hacemos y lo haremos todos. Pero cuando esas mentiras ya no sirven, cuando molestan: puf. Un fósforo y a la mierda.
  Y cualquier cosa puede servir de disparador. He conocido el caso donde fue un chiste desafortunado. Más de un caso, me temo. El humor mal entendido es muy destructivo. Un reproche mínimo. Una diferencia de gustos musicales. El interés aparece y desaparece. Una simpatía mal colocada, una palabra inocente pero que el receptor relaciona con algo profundo. Cualquier cosa sirve, y lo que antes estaba no está más. Nada importa realmente, hay miles de personas alrededor nuestro. ¿Por qué no descartarnos, no odiarnos sin culpa, no olvidarnos rápidamente?
  Además, esto tiene su contrapartida, su costado luminoso: cualquier persona que conozcamos puede ser adorada instantáneamente. Es un juego de espectros, de figuras de cartón. Ponemos y sacamos, nada importa realmente: lo hacemos todo desde nuestra absoluta soledad, desde nuestro acotadísimo punto de vista, desde nuestro más sanguinario narcisismo. Pongo por caso: hoy, en el subte, vi una mina. No era la gran cosa, pero tenía algo que me encantaba, un conjunto de pequeños detalles que la pintaban de manera hermosa. La miré con más atención, y sentí el gusto de la nostalgia, la vi como a ella, me recordó a ella, a la olvidada. No me molesté en sentirme imbécil, me dejé llenar de una placidez anacrónica, y obtuve un premio: la mina sacaba de su bolso un libro. No era cualquier libro el que leía. Era mi libro favorito, mi libro de iniciación, mi libro. Mío, porque casi nadie lo conoce, casi nadie lo consigue, casi nadie lo ha leído, casi nadie quiere leerlo, tampoco. Y, curiosamente, un libro que la otra, el espectro que ocupaba el lugar de esa chica del subte, había leído porque yo se lo había prestado. El único libro que le había prestado, el único libro que me había pedido, el único libro que puede que le recuerde mi persona. Una casualidad, pero alcanzaba, alcanzó para que amara a esta chica del subte, alcanzó para que llorara al verla partir, alcanzó para sentirme idiota después, también.
  Y alguien podrá argumentar que estoy equivocado, que lo que ahí pasó desmiente todo lo dicho anteriormente, que yo nunca olvidé, que nunca dejé de amar, de extrañar, de querer. Que ese espectro es la prueba de que no sé dejar ir, que veré fantasmas allí donde vaya, que nada morirá hasta que yo no muera. Bueno, invito a quien quiera a decirme eso. Y le probaré lo fácil que mando a cagar a la gente, y para siempre.

jueves, 6 de marzo de 2014

Claudio María Felipez, prologador profesional

Prólogo a la cola del escritorio de informaciones para hacer un trámite en el banco

  Hay un antes y un después en la vida de Martín Toscanetti. El episodio en que se da esa inflexión no es, como muchos estudiosos piensan, el del perro moribundo en la calle. Tampoco es el encuentro, luego de muchos años, con la hermana de su ex-novia. El momento en que Martín comienza a mostrar su madurez se da en la sucursal del Banco Galicia que está en Córdoba y Esmeralda. Desde el momento en que cruza el umbral, vemos un quiebre con toda su producción anterior, una resignificación de su labor como artista y como ser humano en general: una vez dentro del banco, Martín acompaña la puerta tomándola del picaporte hasta que esta se cierra por completo. Basta que traigamos a memoria su recordada "serie de visitas al oftalmólogo 2001-2012" para ver que, en todos y cada uno de esos casos, al ingresar al sanatorio, Martín dejaba que la puerta se cerrase tras de sí, sin revisar si, efectivamente, esta lo hacía. "La puerta se cerraba para que una señora la abriera apenas un segundo más tarde en la visita del 2003; estamos en la etapa en que el artista coquetea con el anarquismo, hecho subrayado (quizás, de una manera demasiado burda), por la música sonando en su discman", observaba el crítico Fehermann en su artículo "El nuevo rumbo de la joven miopía argentina". Esa rebeldía ("directo, siempre directo, directo y joven, que son sinónimos" decía Fehermann), es reemplazada por esta nueva aproximación a la idea de ley. Muchos lo malinterpretaron, creyeron que él renegaba de su pasado, que ahora simplemente acataba todas las normas, oprimido por el peso de la mirada ajena. Nada más alejado de la verdad: basta prestar especial atención a los pensamientos que tiene al mirar el trasero de la jovencita que lo precede en la cola, donde, si bien pareciera que el énfasis está puesto en el juego constante con las múltiples acepciones de la palabra "cola", lo que realmente sucede está por debajo, en otra de las típicas batallas entre Martín y su Tótem interno. Hay otros dos puntos para resaltar. Primero: el celular vibrando incansablemente en el bolsillo de Martín que le sostiene la mirada al cartel de "prohibido el uso de teléfonos móviles". El celular de Martín es casi un leitmotiv a través de su vida, y aquí nos sorprende con esto: con su negación, con un Martín aparentemente doblegado, con una ansiedad que deberá freírse en su propio aceite (Karl Juppit, otro crítico, suele hablar de la tendencia de Martín por "la dilación del placer"; no suena arriesgado pensar que estamos ante otro de esos casos). Y, más tarde, el increíble desenlace, del cual no hablaré de manera explícita para no arruinar la sorpresa, en un laberinto de preguntas y repreguntas que abren el siguiente interrogante: ¿está ahí Martín realmente para hacer un simple trámite?

Prólogo a una partida de naipes

  Nunca ha sido puesto en duda: Ernesto Miranda es un gran jugador de cartas. Eminentemente estadístico, obsesivo y matemático, es al mismo tiempo ameno en la mesa, y un interlocutor chispeante y ocurrente. Para muestra basta un botón: cada vez que se termina una mano y se contabiliza el puntaje, Ernesto se pone en el papel de persona timbera y conocedora de la "tabla de sueños" (aquella donde cada número del 00 al 99 corresponde a un objeto o persona con el que se puede soñar comúnmente) e improvisa, para cada número, una respuesta ridícula. El 73 pasa a ser "el flancito rancio", por ejemplo. Es una humorada simple e infantil, pero con una cuota de creatividad que es siempre festejada por la mesa.
  Al mismo tiempo, es un muy mal perdedor, otorgándole al azar la responsabilidad de cada una de sus derrotas. A veces, puede reconocer algún error propio como la causa primordial del destino de la partida, pero jamás aceptará las virtudes de sus rivales (por lo general, mujeres, a cuyo juego acusa de ser "errático y carente de visión estratégica").
  En esta partida en particular, lo vemos renegar de una supuesta trampa. Una nimiedad: una jugadora, de manera involuntaria, ha visto una carta que se suponía que no debía ver, a no ser que decidiera tomarla para agregarla al grupo de cartas que sostiene en la mano, cosa que no hace. Esa misma carta, por como se desarrolla luego el juego, quedará en manos de Ernesto, que se ve en desventaja al tener una carta en su poder que otro jugador conoce de antemano. Aquí comienza entonces la verdadera batalla de nuestro protagonista, que pasará el resto de la partida discutiendo sobre la cuestión moral detrás del accidente. La partida sigue, los jugadores juegan al mismo tiempo que discuten y la temperatura irá subiendo vertiginosamente. El juego de naipes se transforma en un enfrentamiento filosófico, y ambos se resolverán al mismo tiempo, con un resultado dispar. Para ganar la discusión, Ernesto debe perder la partida. En cambio, si desea ganar la partida, deberá ceder terreno en la diatriba. ¿Qué decisiones tomará Ernesto? Una partida intensa, que desnuda a Ernesto Miranda casi completamente. Si no lo han visto jugar nunca, es esta la partida que deben ver. Aquí está todo el universo Miranda, que no es poco.

Prólogo a una siesta nocturna

  De las muchas siestas posibles, las siestas nocturnas son las menos ordinarias. Si bien caemos otra vez en el lugar común de hablar de la obra de Fabio desde la dicotomía de forma/contenido y su correspondiente desequilibrio, es casi una obligación hablar de la siesta nocturna desde su dificultad. No son tantos los que dominan su arte: la gran mayoría termina despertando con el alba, habiendo terminado el día anterior unas horas antes de lo normal, y empezado el siguiente algunas horas antes. No. La siesta nocturna requiere de concentración, autocontrol y flexibilidad mental. Y aun siendo una proeza de la técnica, Fabio no descuida la problemática humana y el viaje desde los dos polos de su existencia: se acuesta extasiado, para despertar una hora después desesperado y al borde del llanto. ¿Cuál es la travesía que realiza durante su siesta? No lo recuerda, no recuerda sueño alguno, y es entonces nuestro deber analizar su situación personal previa y posterior a la siesta. ¿Cómo, siendo esta la misma, Fabio la vive de maneras tan diferentes? Ahí se encuentra la doble proeza de nuestro durmiente. Les propongo entonces que durmamos con él, que atravesemos su sueño efímero, que nos dejemos atravesar por su oscuro proceso. Que transformemos, nosotros también, la más liberadora de nuestras hazañas, en el peor error que hayamos cometido jamás.

Prólogo a los tres prólogos anteriores

  Claudio María Felipez se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en una figura controvertida. Pero, permítanme, también necesaria. En estos tres prólogos vemos su misoginia de manera transparente: en el primero, dándole a la mujer sólo el lugar de objeto sexual; en el segundo, la mujer se sitúa por debajo del hombre tanto intelectual como moralmente; y en el tercero, si bien la referencia sólo es tácita, podemos inferir que es una mujer la causa del sufrimiento de Fabio.
  Pero es nuestro deber como lectores el sacar conclusiones más profundas, y ver la batalla de cada uno de los protagonistas en situaciones aparentemente cotidianas pero que esconden las grandes angustias de nuestro tiempo. Las preguntas de los protagonistas, son las nuestras. Son las mías.
  ¿Soy aquello que se espera de mí?
  ¿Soy tan bueno como creo?
  ¿Es posible que sea tan pelotudo?

Prólogo al prólogo a los tres prólogos anteriores

  Claudio María es Martín. Y es Ernesto, y es Fabio. Alejandro es todos. Excepto en la parte esa que mira el culo, no, nada que ver, ese no soy yo. Bueno, y eso que piensa Ernesto de que las minas no piensan, no, no. Eso diría Alejandro, claro. Pero yo soy Claudio María, el prologador profesional. La vida sería mejor si todo llevara un prólogo. Claro que esto no lo digo yo, lo dijo Alejandro. Aunque a él se lo dijo otra persona. No, en realidad le dijeron otra cosa, pero él entendió eso. Y yo, entonces, hago prólogos. Eso. Lean. Son prólogos.

Prólogo al prólogo al prólogo a los tres prólogos anteriores

Me siento mal.

miércoles, 5 de marzo de 2014

Mi año como poeta, Ep. II

  Esa primera reunión sirvió para eso, para cogerme a Flor, para empezar a sentirme realmente poeta. A la segunda reunión que fuimos, ya tomados de la mano, pude empezar a prestar atención a lo que pasaba alrededor. A las Luces, Perlas, Azules, pero también a los Gabrieles, Franciscos, Máximos, y a uno que privilegiaré con el uso del singular, porque no habrá otro (o eso espero), que tenía el tupé de presentarse como "El Hacedor". Juro que es cierto, no lo estoy inventando. "El Hacedor". Los amigos solían llamarlo "hace". Como buen poeta, no me reí de todo eso, sino que acepté el ridículo de toda la situación alternando una sonrisa franca con una eventual expresión de reflexiva introspección.
  En esa segunda reunión tuve que leer uno de mis poemas. Me había servido la reunión anterior para recolectar lugares comunes y apenas transmutarlos. Creo que quedaron conformes al ver que utilicé palabras como "lluvia", "luna", "congoja", "ríos" y "ser" (el sustantivo, no el verbo, lo más efectivo es anteponer algún pronombre posesivo: siempre será mejor hablar de "tu ser" que de "vos"). Flor me besó ni bien terminé mi lectura, y yo me encontré con los ojos de Perla ni bien terminé de dejarme besar. Perla era la más inteligente. O no, creo que era la única con algo de inteligencia, hasta el punto de que me entristecía verla ahí, con esa inteligencia tan mal colocada (luego le escribí un poema donde usé lo de "mal colocada", casi termino a las piñas con su "compañero" Gabriel, que intuyó, acertadamente, que lo acusaba de ser poco hombre, pero eso fue después, poco antes de que me alejara del grupo para formar otro). Los poemas de Perla eran bellos. Eran los únicos que no me provocaban naúsea. Y los míos están incluídos en esa afirmación.
  Me marché de esa reunión de la mano de Flor, es cierto. Cogimos todo el resto de la noche, y yo no podía dejar de pensar en cómo todo lo que estaba viviendo era una pequeña diferencia gramatical. Recordaba la cara de Flor, la cara de asco al mencionar, hacía menos de un mes, que me había recortado una cana que me había crecido en la panza. Y ahora, poetas los dos, me chupaba la pija. No, perdón: lo que hacía era, y cito: "contengo tu futuro y tus deseos entre mis dientes". En respuesta, yo escribí que "mi lengua es más bella al anegarse en tu sal, nunca un desierto entregó frutos tan jugosos". Me besó también al terminar de leer ese poema, en la cuarta o quinta reunión. Y yo, otra vez, miraba a Perla. Perla sonreía. En mi interior, deseaba ardientemente que ella supiera mi secreto. Que lo compartiera. El mismo pecado de Flor: no entender a los demás, mentirse a uno mismo ("al propio ser") diciendo que, en realidad, el otro es igual que yo. Pero no. Perla era poeta. Una lástima. La chupaba mucho mejor que Flor.
  Pero me estoy adelantando. Alrededor de la sexta o séptima reunión me empecé a cansar. Flor estaba bien para verla una vez por semana, dos como mucho, pero desde que éramos poetas se convirtió en un pulpo insoportable, que me quería ver todos los días, que me llamaba constantemente, que no paraba de escribir y de pedir mi opinión ("tu semen es mi tinta" escribió en uno de los poemas que sólo compartía conmigo), que no paraba de exigir una completa atención. La única excusa que me servía para sacármela de encima, era la de leer. Mi lectura voraz la hacía sentir en falta. Me devoraba tomos y tomos de poesía mientras ella se debatía entre las ganas de interrumpirme y la culpa de no estar a mi altura. Pero esa superioridad me duró poco. En cuanto Flor vio cómo rehuía de su mano en las reuniones, y cómo me acercaba cada vez más a Perla, empezó a atacar mis lecturas, hablando de que la poesía se sentía, no se estudiaba, se vivía, no se diagramaba, y que Borges tampoco era tan buen poeta. Eso último sólo lo decía para tratar de enojarme. No sólo estaba celosa de Perla, sino que sentía celos del éxito que yo tenía como poeta en las reuniones. De alguna manera, me veían como un buen poeta. Eso me divertía muchísimo: una de las ventajas de escribir poesía era que no podía ser mi propio crítico, ya que toda la poesía me parecía una basura y la mía no podía ser una excepción. Me había librado de mi inhibición artística, decía y escribía lo primero que se me venía a la mente, rara vez corregía, comencé, de hecho, a hacer "poemas automáticos", poemas que improvisaba con palabras, temas y formas que elegían mis compañeros (compañerxs, perdón) y que no me llevaban más que unos minutos. Un par de pibes más jóvenes, muy jóvenes, me admiraban. Antes de ser poeta, me habría parecido algo muy triste.
  Un día, horas antes de ir a nuestro encuentro quincenal de poetas autodidactas de Zona Sur (nunca en voz alta, nunca en voz alta), Flor comenzó a hablar de nuestro "futuro". Como ya dije, era muy obvia. Le di lo que me pedía: le hablé de que éramos poetas, y nuestro deber como poetas era vivir la poesía, vivir dentro y fuera del amor al mismo tiempo, vivir tomando del tiempo lo que nos diera sin atrevernos jamás a demandarle nada, vivir sin las ataduras burguesas que atrofian nuestros sentimientos (estuve a punto de decir "nuestro ser"), vivir y hacer vivir, escribir con vida, con sangre, y demás sandeces. Tuvo la excusa perfecta para armar una escena con llanto incluído y yo aproveché para marcharme, no sin antes remarcarle que, de alguna manera, me estaba pidiendo que volviera a ser el machista reaccionario que fui antes de descubrirme como poeta.
  Esa noche fue la última de nuestras reuniones. Fue la noche en que Flor no me convidó de sus cigarrillos. Fue la noche en que Azul usó la palabra "testiga". Fue la noche en que recité el poema que hizo que Gabriel, el "compañero" de Perla, me echara del grupo. Fue la noche en que los adolescentes que me idolatraban golpearon a Gabriel para defenderme. Fue la noche en que me marché solo de la reunión, por primera vez. Fue la noche en que dormí con Perla.

domingo, 2 de marzo de 2014

Mi año como poeta, Ep. I

  "¿Por qué no escribir poesía?", me dije. Era fácil contestar: porque la poesía no me gusta, o no la entiendo, o directamente me parece una manera muy mediocre e impostada de "darse aires de". El poeta es poeta aun antes de escribir poesía. Eso quizás fuera lo que me asqueaba, la postura, el afán exhibicionista de ponerse un mote grandilocuente ante los demás. "¿Y vos qué hacés?", me preguntaban. Y empecé a contestar: "soy poeta".
  Deberé reconocer que sólo le encontré ventajas, una vez superado el asco inicial, que, por otra parte, también era lo que siempre me frenó a la hora de escribir prosa, o de cantar, o de tocar cualquier instrumento, o, incluso, de tocar cualquier cuerpo. De hablar, de caminar, de comer, de lo que sea, sí. En fin, siendo poeta, todo fue mejor.
  Todo empezó con Florencia, que se presentaba como Flor, ella también era poeta, obviamente. Si le decía Florencia, la enojaba. Era Flor, hasta allí llegaba esa necesidad de nombrarse, de otorgarse una identidad que se dejara traslucir en el nombre. No era Florencia. Era Flor. Era obvia, eso es lo que era.
  Flor también era poeta, mas no era poetisa (nota: poner "mas" en vez de "pero" es uno de mis nuevos vicios como poeta, confío en que el lector podrá perdonármelo). Decía: Flor no era poetisa. Jamás entendí por qué. Jamás entendí qué tienen en contra de la palabra "poetisa" todas estas nuevas poetas. Feministas gramaticales, capaces de cometer crímenes como escribir "lxs", "compañerxs", "amigxs", de inventar palabras como "testiga" (juro que lo escuché de boca de una de mis compañerxs poetas), o de sólo caer en la incomodidad de la corrección política del "amigos y amigas". Capaces de tales atrocidades, ellas, las que supuestamente aman a las palabras, despreciaban una palabra que tenía genero, que estaba pensada para ellas, que las ayudaba a diferenciarse de sus compañeros poetos (¿por qué no?) y que además, era hermosa. La palabra "poetisa" es hermosa, como se supone que tiene que ser una poetisa. Pero no. Ellas eran poetas. Nunca lo entenderé.
  Fue fácil convencer a Flor de que yo también era poeta. Supongo que es un alivio, ¿verdad?, que alguien que conocés desde hace tiempo, pero con quien quizás no llegás a entenderte muy bien de repente te diga "soy como vos, me costó darme cuenta, pero ahora todo va a ser más fácil". Ella estuvo encantada. Casi inmediatamente me invitó a una de esas reuniones a las que sistemáticamente evité ir (tratando siempre de explicarle por qué rechazaba la invitación, tratando de que no volviera a invitarme, que finalmente entendiera que no me interesaba en lo más mínimo, que acompañarla sería un sufrimiento y un insulto a nuestra relación, etc.). En mi nuevo papel de poeta, acepté su invitación. En el camino, mientras íbamos en el colectivo, ella reía, excitadísima. "Te va a encantar", me repetía. "Yo sabía que algún día ibas a venir, me alegra que te hayas abierto a nuevas experiencias". Sí, Flor. Me estoy abriendo como una flor. Somos iguales, estamos hechos de la misma fibra que ilumina el universo entero. Ese tipo de cosas le decía antes, cuando no era poeta, cuando me burlaba de su condición de poetisa (así le decía antes, ya no), cuando me divertía hacerla enojar y cuando me parecía que era lo más honesto, ya que éramos amigos. Ahora, en vez de eso, le dije "Sí, Flor. Me estoy abriendo como una flor. Somos iguales, estamos hechos de la misma fibra que ilumina el universo entero". Le encantó.
  Por fin conocí a sus amigxs. Mis nuevxs compañerxs. Conocí a Luz, a Perla, a Azul (la perpetradora de "testiga"). Las poetas. Los poetos (nunca en voz alta, nunca en voz alta, nunca en voz alta) no me interesaron en lo más mínimo. Ni siquiera me esforcé por retener sus nombres inventados. Recuerdo, sí, que había otro Alejandro, lo que me permitió usar, por primera vez en mi vida, mi segundo nombre, mucho más poético: Ariel. Ariel es nombre de poeta, sí. Alejandro era nombre de matemático. Ariel es nombre de soñador. Alejandro era nombre de especulador. Ariel es nombre de espíritu libre. Alejandro era nombre de oficinista. Después de las presentaciones (o en medio, las presentaciones en este tipo de reuniones no terminaban nunca), Flor me dijo al oído "me encanta Ariel". Por cómo me miró después, entendí que era mi deber de poeta reinterpretar esa inocente afirmación. Ya había conseguido lo que había ido a buscar. Así de fácil fue. Al otro día, mientras buscaba una media perdida en algún rincón de su habitación, entendí que Alejandro era nombre de asexuado, de desagradable, de feo, de impotente. Ariel, en cambio, es otra cosa.

martes, 18 de febrero de 2014

¿Qué estás esperando?

(el fondo siempre es blanco. el sujeto habla a la cámara, sentado, en un plano que deja ver el torso completo. los sujetos visten, casi invariablemente, de blanco y celeste. se los ve confiados, seguros, incluso felices. toma única. hay subtítulos para los que no puedan oír)

(muchacha jovencita, no más de 17 años, morocha, delgada, menuda)
  Es el amor de mi vida. ¿Viste cuando lo sentís acá, en la panza? Así fue desde el primer día. Yo salía de una relación que me había dejado muy mal, pensaba que nunca me iba a recuperar. Cosas de pendeja, todos me decían que dejara de llorar, que se me iba a pasar. Se me pasó porque llegó él: cuando lo vi, el resto de las personas y cosas en mi vida cambiaron de color, pasaron a un segundo plano.
  Hace siete meses que estamos juntos, y ya sé que nunca voy a amar a nadie tanto como a él. La semana que viene se va a París por un año a perfeccionar su francés (habla cuatro idiomas, ¿no lo dije?). Y ya sé qué regalo de despedida hacerle. Voy a sellar para siempre nuestro amor. Ninguno de los dos va a tener que vivir el deterioro de nuestra relación. Ni él ni yo va a perder el sueño pensando si el otro está con alguien más, si encontró a alguien mejor, si ya nos olvidamos. Me voy a ir pensando en él, y cuando él vuelva conmigo va a hacerlo sabiendo que nadie, nadie lo amó tanto como yo en este momento.

(señor de más de 65 años, pelo canoso a los costados, enjuto, de brazos fornidos)
  Como bombero salvé miles de vidas. Recuerdo que durante un tiempo intenté llevar la cuenta, fui un joven vanidoso. Pero después entendí que era parte del trabajo, poco importaba el número. Lo que importaba era que cuando se me necesitaba, ahí estaba. Uno siempre tiene que ayudar al prójimo, esa fue mi filosofía de vida. Ahora estoy viejo. Hace mucho que me jubilé. Mis historias divierten a mis nietos, es cierto. Pero hay que enseñar con el ejemplo, hay que actuar, dejar de aferrarse a glorias lejanas en el tiempo y hacer cosas ahora, con lo que tenemos a mano. Así que me toca irme. Dejarles la pensión del programa estatal "menos, somos más", y que sean ellos los que cuenten cómo, el abuelo, hasta el último día, hizo lo correcto.

(muchacho treintañero, buen mozo, pelo corto y rubio, lentes)
  Nunca conocí a mis padres. No sé dónde nací, no sé dónde pasé los primeros dos años de mi vida. Aunque eso lo compartimos todos, ¿no? Porque uno puede saber quiénes fueron sus padres, pero no elegirlos. Puede saber, por lo que le contaron, qué vivió mientras no era consciente, ¿pero de qué sirve? Siempre me pareció injusto. En fin: así es la vida. No elegimos ni cómo ni cuándo nacemos. Por suerte, podemos elegir el momento y el modo en que morimos.
  Cada cosa que hicimos, que dijimos, que buscamos y encontramos, cada experiencia vivida es una ficha de dominó que vamos acumulando, paradita una al lado de la otra. Una vida responsable formará un dibujo hermoso cuando esas fichas finalmente caigan, cuando el mapa de nuestras vidas esté terminado. Es tan fácil arruinar lo acumulado tomando pasos equivocados. Cada uno de nosotros ha visto caer en desgracia a personas que podrían haber sido intachables. Por eso repito: es imposible elegir la posición de la primera ficha. Pero la última, que es quizás mucho más importante... ¿cómo la voy a dejar librada al azar?

(después de terminado su discurso, el sujeto toma la pastilla. la pantalla funde a blanco y se lee una placa que dice "menos, somos más. ¿qué estás esperando?")

sábado, 25 de enero de 2014

Iglesia del Orden del Sagrado Corazón del Retorcido

Nuestro Mesías nos dice:

Que, si bien la vida de cualquier persona mejoraría no habiéndolo conocido, las mujeres que han pasado por su vida lo han dejado siendo ellas mejores personas. No sólo por su crecimiento personal, sino por la breve participación que tuvo el Mesías en sus vidas.

Y nuestro Mesías nos canta: