viernes, 14 de diciembre de 2012

Pose


  No era un suicidio. Más bien era un juego, tenía sus riesgos y ponía mucho en manos del azar, pero no se suponía que fuera un suicidio. Hasta que perdiera, claro. Pero aún así, ¿quién podría separarlo de un accidente de tránsito cualquiera? Quizás le arruinara la vida al conductor que eventualmente se convirtiera en su verdugo, pero así es la vida. Esa idea, quizás, era una de las que más lo divertía: poder trasladar el sufrimiento, hacer de la vida de otro un calvario, y acabar con la suya. Aunque no era seguro que muriera tampoco, por lo que su propia vida se transformaría en un peor calvario ("en uno real", decía una de las voces de su cabeza, la que estaba en contra del juego), pero, una vez más, así es la vida, macho.
  Las reglas eran simples. Se pararía en la esquina, en esa esquina, la de tantos hermosos recuerdos que ahora no eran nada, sólo el recordatorio de que nada tiene valor, de que todos te mienten ("ay, pobrecito", decía la voz), de que es muy fácil malinterpretar todo y vivir en una nebulosa. ¿En una nebulosa? En una nube de pedos, las cosas por su nombre, basta de tanto dramatismo poético y cruzá la calle, dale.
  Se pararía en la esquina, entonces. Serían las tres de la mañana (ahora eran las dos y cincuenta y dos), habría poco tránsito. Miraría a los costados, esperaría a no ver autos a la distancia. Cerraría los ojos. Se taparía los oídos. Esperaría quince segundos, contando en voz baja. Y ahí, recién, cruzaría. Caminaría a paso tranquilo pero sostenido. Llegaría al otro lado (¿llegaría?). Y seguiría con su vida, para citarse allí la próxima semana ("o no, porque existe la posibilidad de que dejes de actuar como un idiota, no hay que perder las esperanzas", decía).
  Por dentro reía, estaba contento. Le parecía un gran juego, creía (una parte de él, nunca él entero) que estaba iniciando algo importante, le contaría a sus amigos y lo imitarían, era tanto más divertido e impresionante que quemarse o cortarse o todas esas cosas que ya lo aburrían, nunca pasaban de una pose. Él estaba dando un paso más allá. Se imaginaba la reacción de sus padres, de sus profesores. Era una genialidad.
  Dos y cincuenta y siete. Se veían algunos taxis, mejor era no apurarse. ¿Y si ella estuviera volviendo de algún boliche? Cabía la posibilidad, era la noche en que ellos salían, podía estar ahora volviendo con otro pibe. Pero no, seguro que el pibe nuevo tiene auto ("ay, pobrecito"), la deja en la casa, no pasa por acá. ¿Y si pasa? ¿Y si me ve? Mejor aún: ¿y si lo pisaba?
  La voz arremetió una última vez. Lo mismo de siempre: dejá de hacer teatro, dejá de crear rituales, dejá de pensar en esa piba, dejá de ser tan pendejo. Pero ya no pensaba en esa piba. Estaba haciendo teatro, sí. Pero su espectadora era otra. Él pensaba en Jessica, y en cómo la impresionaría su sufrimimento, su despecho, su desapego por la vida, su temeridad. Esto no era escribir poemas o hacer temas con su banda: esto era algo más, esto era el próximo paso, sí ("siempre y cuando no te pisen, ¿no?").
  Cerró los ojos, se tapó los oídos con mucha fuerza, hasta comenzar a escuchar los latidos de su corazón, y los sonidos que imaginaba que pertenecían a una noche como esa. Uno, dos, tres, cuatro, ¿era eso un motor?, seis, un ojo se le abrió pero lo cerró al instante, ocho, nueve, diez, no se escucha nada, doce, esos bocinazos son sólo en tu cabeza, catorce, quince, y adelante. Comenzó a caminar bastante más rápido de lo planeado, por lo que se obligó a bajar el ritmo hasta hacerlo realmente lento, para compensar, y luego de unos pasos lo aceleró. "Debo parecer un borracho", pensó, pero con la voz que aprobaba su plan, la voz que pensaba mucho en cómo lo podían ver los demás. Caminó y la avenida parecía no terminar, podía imaginar los paragolpes que se encargarían de triturar sus huesos y sonreía, su cabeza estaba plagada de bocinazos ficticios, de frenadas inexistentes, el miedo lo estimulaba, pensaba en Jessica, pensaba en las tetas de Jessica, estaba excitadísimo, Jessica desnuda, Jessica jadeando, apuró el paso, Jessica mordiéndose los labios, Jessica comiendo un helado con él, Jessica empapada de helado, desnuda, Jess--

  Comenzó a llorar aún antes de abrir los ojos, y ni siquiera intentó levantarse. Estaba a salvo ("¿a salvo de qué?"), en la vereda. Todo le daba vueltas, el sabor de la sangre era tan intenso que tuvo que reprimir un vómito. Ahora ya podía ver, las lágrimas fluían pero ya no estaba tan mareado. La calle estaba desierta, por suerte, y comprendió que había tropezado con el cordón, que no había previsto que caería justo contra el poste de luz, que se había roto los dientes, veía dos ahí mismo, en el suelo, y la sangre le manchaba la ropa. Lloraba, se sentía un imbécil ("se sabía un imbécil", me corrige la voz), y ahora ya no tenía chances con Jessica, porque está bien hacer un culto del dolor pero a nadie le gusta un pibe sin dientes.