domingo, 27 de mayo de 2012

Palabras

"Vos sos un hombre de palabras".

  Hace unos años me dijeron eso, sin tratar de esconder el reproche que, quizás, fuera en realidad lo importante del mensaje. Estoy acostumbrado a los reproches. He sido educado en base a ellos, nunca alcanzar lo que se pretendía o esperaba de mí forma parte de mi identidad. Por eso preferí obviar ese reproche, para concentrarme en esa definición tan acertada, que en momentos como este me parece aún más cierta que entonces. "Vos sos un hombre de palabras". Quizás un acceso de vanidad y autocompasión me esté llevando a esto, a tratar de usar palabras para describir por qué soy un hombre de palabras, pero no sé hacer otra cosa. La vanidad me dice que no sabré hacer otra cosa pero que eso lo hago bien, y que es una forma elevada de entender y vivir la vida. La autocompasión me dice que es triste que no sepa hacer otra cosa. Que es triste que no sepa vivir, que es triste que siempre tenga que estar triste, que es patético que detrás de las palabras sólo haya eso: tristeza.
  "Vos sos un hombre de palabras". Hay muchas cosas que me quisieron decir en ese entonces, pero eso ya no me importa demasiado. Lo que me importa es que, hoy, ya estoy cansado de ser eso. ¿Por qué las palabras son tan importantes? No lo son. Realmente, no lo son. Para el resto, es decir. Siempre es igual, siempre tengo que compararme con el entorno (siempre y cuando sienta que hay una notable separación, un entorno y un yo a una distancia infranqueable), y entonces me digo: las palabras no importan. Las palabras que recibís, las palabras que recogés, las palabras que repartís, las palabras que te roban y que olvidás. No tienen esa importancia que vos le das. A vos te hablo. Sí, a vos. A mí. Al único al que hay que hablarle, y explicarle todo, todo el tiempo, con palabras.
  No se puede, aparentemente, explicar todo con palabras. Ni siquiera eso: no se puede explicar nada con palabras. No alcanzan, para todo falta. Pero no es un problema que tengan las palabras, es un problema que tenemos nosotros, los lectores, los oradores, los escritores, los oyentes. Es todo tan confuso, tan vergonzoso, tan angustiante, tan banal, no sirven las palabras para describirlo, para comunicarlo. Eso creo hoy, ya cansado de ser un esclavo de las palabras. Antes, bueno, era diferente.
  Antes creía firmemente en el poder de las palabras, en su buen uso, en el valor inapelable de la verdad. Eso era, en parte, ser un hombre de palabras. Y no se sentía muy bien, pero por lo menos me dejaba saber dónde estaba parado. Me permitía vivir sacándome ciertas preocupaciones de la cabeza. O no, quizás las preocupaciones estuvieran, pero no había que perder el tiempo sopesando cada palabra que llegaba. Si me dicen azul, es azul. Quizás esa persona esté equivocada, pero jamás me va a decir azul si es rojo. Por esa misma razón, me sorprendía tanto que alguien pudiera poner en duda cualquier palabra que yo dijera. Es conocida en mi minúsculo círculo social mi estúpida frase "Yo nunca miento". Y eso es una mentira, es imposible no mentir, pero puedo jurarlo, puedo someterme al polígrafo y decir "yo nunca miento" y la aguja no me descubrirá en falta. Para mí, ese rojo es azul. Seré daltonico, pero no malintencionado.
  ¿Y ahora? Sigo sin mentir. Me convertí en "vendedor", y cargo este respeto por las palabras y su verdad como una cruz. En realidad, no cambió nada. Estoy cansado, pero no he aprendido nada. Seguiré creyendo instintivamente todo lo que me digan, aún cuando me vea obligado a decirme "tenés que saber que eso es mentira". Siento la necesidad de escaparme, de abandonar este mundo de palabras, pero no puedo. ¿Adónde iría? No entiendo el resto de los lenguajes (lo que no quiere decir que entienda éste, de hecho, creo que lo que intento decir es que no lo entiendo). "El cuerpo nunca miente". Sí que miente. La verdad no existe, y eso me entristece. Pero lo más triste es que la mentira sí existe, y está en todos lados.
  Me espera un limbo. Abandonar el uso de las palabras, escapar del peso al que las palabras me someten, para ir hacia otros mundos, a los que jamás podré ingresar. El silencio irá ganando terreno. ¿Pero cómo será internamente? Tendría que abandonar el hábito de la lectura, quizás volver a amasijarme jugando videojuegos horas y horas. O, puestos a mentir, escuchar a mi cuerpo, jugar con él, por fin dejar que sea libre y que dicte cada uno de mis movimientos. Escapar de las palabras, y dejar de escapar de la mentira.

  Pero entonces, si las palabras no valen nada, ¿de qué sirve esto? ¿Qué valor puede llegar a tener? He mentido una vez más. Hoy será igual que ayer y que mañana, y yo seguiré siendo igual a mí.

domingo, 20 de mayo de 2012

Trilogía de Temperley

  Atravesó el umbral del bar ansioso, tratando de ocultar su excitación. Ese hecho, el hecho de que se preocupara en tratar de ocultar algo, era un indicador de su buen humor: en circunstancias normales, no se sentía digno de la más mínima atención. Se sabía invisible, despreciado pero rápidamente olvidado. Definitivamente, no era esta una situación normal, ya que dirigía furtivas miradas a cada rincón del local, buscando esos ojos atentos, que sabía que, aún sin buscarlo, se alegrarían al verlo. Una sonrisa se asomaba acompañando el brillo de su mirada. Sus ojos tristes hoy eran irreconocibles.
  La buscó pero sin detener nunca su marcha, fingiendo que sólo buscaba una mesa. Fingiendo, siempre fingiendo. Horas después criticaría todo su accionar, y sentiría asco, como siempre siente al ver a los demás, con sus sonrisas, sus ilusiones, sus ficciones diarias. Pero en ese momento estaba feliz. Sí. Se podría decir que estaba feliz.
  Se sentó y todavía no la había encontrado. Una voz en su cabeza le sugirió que quizás ella no estuviese allí. El resto de las voces (incluyendo la propia, si es que una y sólo una de ellas lo era) lo consideró probable. Pero no. Casi al mismo tiempo que el mozo alcanzándole un menú, sus ojos se cruzaron. Allí estaba ella. Hermosa, como siempre. Sus cortos rulos rubios enmarcando la preciosa carita. Él sonrió y levantó sus cejas, casi el único gesto que sabía utilizar (aunque mal). Ella no reaccionó, y siguió charlando con los tipos que la acompañaban. Él la desnudó con sus ojos hambrientos, pudo imaginar el ruido del corto vestido negro cayendo al lado de la cama.
  - Un café doble, por favor.
  Se dedicó a mirarla. Estaba hipnotizado, ya había olvidado todo su plan de esconder su impericia social, su locura por ese cuerpo, por esa voz. Y ella no lo miraba. Se preguntó si lo habría visto, quizás no lo reconociera. "Te vio", le dijo la voz. "Que siga charlando con esos tipos y que ya no mire para acá ni de casualidad es la prueba".
  El café llegó, y lo tomó. Ya no estaba feliz. Para nada. Ella se levantó, se puso su abrigo y se despidió de sus acompañantes. Antes de atravesar el local y alcanzar la puerta, lo volvió a mirar. Él, apurado, acompañó su arqueo de cejas con un ademán. La voz en su cabeza reía. Ella salió sin prestarle atención. La vio pasar por los ventanales caminando a paso vivo. Dejó cincuenta pesos sobre la mesa y se apresuró a salir, quizás ella hubiera aflojado el paso, quizás lo esperara en la esquina.
  Luego de mirar hacia los cuatro puntos cardinales desde la esquina, decidió que podía volver a su casa.
  "Ya está bien, eh".

***

  Entendió que por fin había ocurrido. Ella se había ido, y no volvería. Siempre y cuando dependiera de él, no se volverían a ver tampoco. Se sentó frente al televisor, y cambió de canales sin prestar atención. Sólo pensaba en su soledad, en la casa, en las compras, en los libros que se había llevado, en las gatas que también se habían ido, en la plata; hacía cuentas que involucraban su sueldo, el alquiler, el precio de la Coca-cola, el precio del jugo Clight, el precio de las empanadas. De vez en cuando pensaba también en ella, pero sólo para descargar su bronca, aún sabiendo que no era justo. Pero el reino de sus pensamientos era un mundo que no conocía la justicia, sino que estaba para saciar sus caprichos. Así que la odió sin culpa.
  Apagó la tele y agarró su campera, vio la hora y decidió pasar por el bar. Comería algo, llevaría su libreta, por si se le ocurría algo para escribir. Sí, le haría bien. Cualquier cosa antes que pensar en todo lo que ahora no tendría que tener en su heladera.
  Ya en el camino pensaba en Germán. Qué bueno sería poder hablar con Germán. A eso iba al bar, en realidad. Qué bueno poder ser amigo de Germán. Sería genial...
  Cuando entró al bar, no tardó en localizar a Germán. Ahí estaba, como siempre, en su mesa. Las risas lo acompañaban. Qué bueno poder ser amigo de Germán... Pero no conocía a los otros ocupantes de la mesa, así que sólo los miraba de lejos.
  - Un café doble, por favor.
  Promediando su café, vio cómo Germán despidió a sus compañeros, que se alejaron entre risas. Buscó su mirada hasta encontrarla, y arqueó sus cejas, haciendo además un ademán. Tomó su café y fue hasta la mesa que ahora ocupaba sólo Germán.
  - ¡Qué hacés, Germán! No sabés cómo estoy... Viviana finalmente se fue. Y, ¿sabés qué? Mejor que ni vuelva, mirá... Per--
  - Perdoná, ¿Joaquín eras, no?. Pero me tengo que ir. Hablamos otro día, ¿sí?
  Dos horas después miraba la tele, y pensaba en su sueldo, en el precio de la pizza, en el precio de las medialunas, en el precio del café, y en Germán, Germán y la re-putísima madre que te re-mil parió, Germán sorete hijo de re-mil putas, Germán y quién mierda te creés que sos, petiso mal hecho, Germán morite.

***

  - Lo bueno es que ya no vas a tener a nadie intentando que no hagas dieta, vas a poder comer todas las ensaladas que quieras. Que tengas una vida sana.
  Imbécil. Haciéndose el superado, como siempre. Riéndose de todo, aún con lágrimas en sus ojos. ¿Quién le habría enseñado eso? En la familia eran igual, eran imbancables. Pobre gente, creyendo en la ironía como en la máxima expresión de inteligencia. Pobre Martín. Él no tiene la culpa.
  Y se había ido. Finalmente. ¿Cuánto tiempo había esperado ese momento? Le parecía imposible, dolorosamente impensable. Pero era lo que debía ocurrir. Dolía, dolía enormemente. Aunque era lo mejor, ya no podían seguir mintiéndose. Ojalá pudieran ser amigos. Sí, podrían pasar unos meses, y entonces podrían volver a hablarse. ¿Podrían? Él era tan rencoroso. Imbécil. No, no. Pobre Martín.
  ¿Y ahora? Encendió su computadora. Abrió el msn, inició sesión. Gonzalo estaba conectado. Hablame, Gonzalo. No me obligues a hablarte. Voy a cambiar mi foto, voy a cambiar mi nick. Voy a poner "Amar, temer, partir" como mensaje personal. Me vas a hablar.
  Gonzalo le habló. Entre otras cosas, le dijo que mañana no trabajaba. Ella se preparó un café (doble). La noche prometía ser larga.
  Bonzo dice no estés triste, ya sabías que iba a pasar, y sabés que es lo mejor para los dos. E1000C dice sí, pero duele, ¿sabés lo que duele? ¿qué hago acá ahora? encima estoy sin trabajo y Laura se fue de vacaciones, no me puede hacer el aguante. Bonzo dice bueno, ya vas a ver cómo todo pasa, concentrate en el estudio. E1000C dice ya no sé si quiero seguir estudiando, la verdad es que la carrera me desilusionó un poco. Bonzo no dice nada. E1000C dice tengo ganas de salir, no quiero estar acá encerrada, con él nunca podía salir, nunca quería ir a ningún lado. Bonzo dice y bueno, aprovechá. E1000C dice ¿no querés ir al cine? dale, veamos la de Marvel. Bonzo no dice nada. E1000C dice o mañana, no sé, ahora ya es medio tarde, mañana podés?. Bonzo dice che, Emilce, me tengo que ir a dormir, después arreglamos lo del cine. E1000C dice pensé que mañana no te levantabas temprano. me vas adejarso lita? eso noes ta bien!. Bonzo dice jaja, no, mañana a la mañana voy a ver a mi sobrinito, pero vos salí, no te quedes ahí, eh. E1000C dice bueno, seguro termino saliendo con alguno de los boludos de mis exnovios ;-p. Bonzo dice jaja, bueno, me voy adormir. E1000C no dice nada.
  Emilce apaga la máquina y llora, por primera vez en la noche.

lunes, 14 de mayo de 2012

Cuentos de caballeros psicoanalizados y hadas histéricas, 3ra entrega: el tercer hombre


  "Es una semilla.
  Tratadla como tal.
  Que no falte el agua,
  y el brazo crecerá,
  cual rama de peral."

  Con esas musicales palabras había despedido Mephisto al dolorido Sir Lawrence, ya hacía dos semanas. Y la razón había estado de su lado, confirmando que el mote de "hacedor de milagros" lo tenía bien ganado: el brazo se reconstruyó a la perfección, teniendo incluso viejas cicatrices de batalla que el caballero creía que habría perdido para siempre.
  - Es vuestro turno, Sir Edward. Valentina os espera.
  Sir Edward había pasado esas dos semanas siguiendo de cerca la recuperación de su compañero, postergando su visita a la torre. Era lo que su amistad le exigía, y además le servía para evitar de momento a la caprichosa princesa, con la cual ya sabía que no deseaba ni el más mínimo contacto. Pero de esto último jamás pronunció ni una palabra. De hecho, para explicar su inactividad, respondía a Sir Lawrence con un "Descuidad, caballero. Nadie más que vos podría rescatar a la princesa. No irá a ninguna parte hasta que vuestra recuperación sea óptima".
  Al llegar a la torre, una sorpresa los esperaba. Otro caballero se había sumado a la empresa, alentado por las historias del fracaso del gran Sir Lawrence. Esa princesa se había convertido ahora en el deseo de todos los hombres valerosos de los alrededores, y a ese llamado acudió el noble Sir Garald, compañero de Edward y Lawrence en sus días de formación, antes de que ganaran sus títulos.
  - ¡Nobles sires! ¡Hinco mi rodilla en la tierra para recibiros! ¿Venís a rescatar a la princesa? Espero que mi presencia aquí no sea tomada como una invasión, pero oí historias de lo acaecido hace poco más de 10 jornadas, y he creído pertinente dar mi brazo armado para salvar a tan bella dama de su prisión... ¿Creéis que obro de manera innoble?
  Sir Edward ahogó un reproche, al ver que su amigo se adelantaba.
  - Noblísimo Sir Garald- díjole-, Valentina ganará una fortuna equivalente a la de diez jeques si es vuestra intención desposarla. No seré yo, y menos mi compañero, el que se interponga entre esa frágil damisela y su felicidad. Y la vuestra, pues además de frágil, esa doncella es la dulzura misma encarnada, una muestra del más precioso néctar que los dioses han puesto sobre la tierra para que nuestros pobres y humildes ojos conozcan lo sublime.
  - Muchas gracias, Sir Lawrence. Vuestra generosidad y gratitud sólo son comparables con vuestro valor... ¡Contemplad, entonces, mi magna obra de ingeniería! Al no haber manera de escalar esta torre sin escaleras, he usado mi tiempo construyendo este andamiaje. Habéis llegado justo para ver mi triunfal ascenso.
  Sir Edward no comprendía sus sentimientos. Por alguna razón, sentía que Sir Garald era un arrebatador, un aprovechador, aunque se sentía aliviado por no tener que enfrentar a "esa arpía", como llamaba a Valentina en su mente. Y más confundido se sentía al ver cómo su amigo apoyaba la misión de este otro competidor, aún amando a Valentina. ¿No debiera ser al revés, entonces? ¿No debería él apoyar a Sir Garald, de quien, además, tenía una buena impresión? ¿Y no debería ser Sir Lawrence el que reaccionara con resentimiento? Evidentemente, el camino del caballero era uno difícil de recorrer, y Sir Lawrence podía enseñarle mucho. Pero aún teniendo eso en cuenta, el resentimiento que sentía escapaba a su propia comprensión.
  Sir Garald comenzó su ascenso, su construcción era firme y sólida. ¿Qué era lo que quería Sir Edward? ¿Quería que la rescatara, o que fracasara? Sobre eso reflexionaba al verlo subir, y viendo la estoica expresión de Sir Lawrence, comenzó a comprender su batalla interna. Lo que quería, era que la princesa fuese rescatada por su amigo. Aunque eso requiriera que Sir Garald, un caballero hecho y derecho, fracasara. Aunque eso requiriera otro intento de rescate propio, con todo el odio que sentía por las injustas exigencias de la princesa. "Tanto odio y tanto amor mal colocados. No veo la hora de que todo esto termine", se decía, mientras observaba a Sir Garald llegando a la puerta de Valentina...
  - Hermosa Valentina, vuestros días de encierro han terminado. Yo, el noble y hermoso Sir Garald, he llegado a rescataros...
  La princesa se asomó al mirador que gobernaba el lado oriental de la torre, a un costado de la puerta. Desde allí contempló a Sir Garald, apuesto, inmaculado. Lanzó un sonoro suspiro, y mientras volvía al interior de su habitación, pronunció su sentencia.
  - ¿Qué tengo que hacer para que un caballero me pase a buscar sobre una montura alada alguna vez?
  Sir Garald no daba crédito a sus oídos, Sir Lawrence asentía con expresión adusta, y Sir Edward ahogaba una risa, totalmente sorprendido por un ridículo que ya aprendía a aceptar como lógico. El despreciado caballero descendió y se unió en la base con sus compañeros. Su expresión era digna, pero sus vidriosos ojos revelaban una herida profunda. Habló con voz fluctuante, casi quebrada.
  - Amigos. Aparentemente, domar un dragón será mi próximo paso.

(con estas optimistas palabras culmina "el tercer hombre", el tercer pergamino de las "Andanzas de Sir Lawrence y Sir Edward; de la princesa Valentina y su madre y su analista; de Sir Garald y la princesa Clementia; de Sir Gjoffständ, el jinete de dragones; de Mephisto, el hechicero; de Pinzón, el honorable juez de Salamea; y del escriba Alexandros, el más bello entre los hombres sabios". Continuará...)