viernes, 17 de febrero de 2012

Cuentos de caballeros psicoanalizados y hadas histéricas, 1ra entrega

  - ¡Rescatadme, oh, noble caballero! ¡Mi corazón y mi gratitud son posesiones que debéis reclamar!
  Los gritos de la princesa desde aquella altísima torre insuflaban los pechos de Sir Lawrence y Sir Edward. Los dos estaban convencidos de ser el único destinatario de tamaña confesión, pero siendo compañeros de armas y batallas de toda una vida, decidieron tirar a la suerte quién sería el primero en tratar de rescatar a la princesa. La suerte determinó que Sir Edward tuviera el primer intento, así que Sir Lawrence se limitó a observar, alentar, y rezar por la integridad física de su compañero. Desde el momento mismo en que vio el rostro de la princesa, dibujado en aquel pasquín pegado en la puerta de aquella taberna, supo que la amaba, que era su deber rescatarla y desposarla, pero aún así, por respeto y por amor a su compañero, guardaba el íntimo deseo de que su periplo fuera exitoso. Así piensa un caballero. O, mejor dicho, así pensaba Sir Lawrence, que pensaba que así piensan los caballeros.
  - Fuerza, Sir Edward. Sois el indicado, y siempre lo habéis sido. No hay peligro en esa torre que no podáis sortear.
  Eso fue lo último que escucho Sir Edward de la boca de su amigo antes de partir, y lo emocionó, ya que no estaba seguro de amar a la princesa, porque, ¿qué es el amor? ¿Cómo amar a alguien que no se conoce? ¿Y cómo amar a alguien que sí se conoce? Todo eso del amor y el heroísmo le parecían juegos peligrosos y poco sensatos, pero era un caballero, y esto es lo que hacían los caballeros. Enfrentarse a peligros, rescatar a princesas. Amarlas. Sir Lawrence la amaba, eso era seguro. Pero él, ¿qué sentía?
  Esas cosas pasaban por la mente de Sir Edward mientras flechas disparadas desde quién sabe dónde intentaban atravesar su armadura. Cruzó finalmente ese peligroso jardín laberíntico que desembocaba en un enorme patio, todavía a un centenar de metros de la base de la torre, cuando fue embestido por un salvaje minotauro. Sobrevivió al impacto, y rápidamente se puso en guardia. La enorme criatura intento abrirlo en dos con su hacha, pero el talento marcial de Sir Edward fue más que su fuerza bruta, y pronto pereció bajo su espada. Triunfante, Sir Edward se dirigió a las escaleras de piedra que rodeaban a la torre, y comenzó a escalar. Los escalones comenzaron a ceder bajo sus pies, y las piernas del noble caballero comprendieron antes que él mismo que debía subir a los saltos, jamás deteniéndose, puesto que esas escaleras no habían sido construídas para que se usaran más de una vez.
  Casi sin aire, finalmente llegó a las puertas de la habitación de la princesa, fuertemente reforzadas, imposibles de franquear. Comenzó a estudiarlas para ver cómo podía valerse de su fuerza para derribarlas, o abrirlas, o alcanzar a hacer un hueco por el cual pasar, cuando, del otro lado, escuchó el llanto desconsolado de la princesa Valentina. Mirando por el cerrojo de la enorme puerta, puesto que su curiosidad y sorpresa eran en ese momento más fuertes que su estricto código de conducta, vio a la princesa llorando, convulsiva y espasmódicamente, sobre la enorme y delicada cama. Apartó la vista, avergonzado, pero no pudo evitar hablarle.
  - ¡Princesa Valentina! ¡Aquí estoy, a punto de rescataros! ¿Por qué os encontráis tan afligida, si es que me permitís el atrevimiento?
  - ¡Imbécil!- respondiole la princesa-. ¡Sois una bestia insensible, una montaña de estiércol! ¿Qué os había hecho el pobre minotauro? ¿Por qué acabásteis con su vida? ¡Agradeced el hecho de que no puedo veros y retiraos inmediatamente!
  Y continuó llorando. A los gritos, totalmente poseída por un dolor que Sir Edward jamás había presenciado, aún en todas sus experiencias de guerra, peste y hambre. Derrotado, tuvo que dar media vuelta. Abatido por el cansancio, y ya sin escalera para volver a la base de la torre, debió lanzarse al vacío, intentando caer sobre el cadáver del minotauro, para amortiguar su caída. Lo logró, pues era poseedor de un talento y una resolución admirables, pero eso sólo sirvió para acrecentar los gritos, el llanto y el odio de la princesa, que comenzó a lanzarle proyectiles desde las ventanas, mientras poblaba el reino con sus alaridos demenciales.
  Sir Lawrence recibió a su amigo con un abrazo fraternal.
  - Y bueno, hermano. Otra vez será.

(con esas enigmáticas palabras termina el primer pergamino de las "Andanzas de Sir Lawrence y Sir Edward; de la princesa Valentina y su madre y su analista; de Sir Garald y la princesa Clementia; de Sir Gjoffständ, el jinete de dragones; de Mephisto, el hechicero; de Pinzón, el honorable juez de Salamea; y del escriba Alexandros, el más bello entre los hombres sabios". Continuará...)

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