viernes, 14 de diciembre de 2012

Pose


  No era un suicidio. Más bien era un juego, tenía sus riesgos y ponía mucho en manos del azar, pero no se suponía que fuera un suicidio. Hasta que perdiera, claro. Pero aún así, ¿quién podría separarlo de un accidente de tránsito cualquiera? Quizás le arruinara la vida al conductor que eventualmente se convirtiera en su verdugo, pero así es la vida. Esa idea, quizás, era una de las que más lo divertía: poder trasladar el sufrimiento, hacer de la vida de otro un calvario, y acabar con la suya. Aunque no era seguro que muriera tampoco, por lo que su propia vida se transformaría en un peor calvario ("en uno real", decía una de las voces de su cabeza, la que estaba en contra del juego), pero, una vez más, así es la vida, macho.
  Las reglas eran simples. Se pararía en la esquina, en esa esquina, la de tantos hermosos recuerdos que ahora no eran nada, sólo el recordatorio de que nada tiene valor, de que todos te mienten ("ay, pobrecito", decía la voz), de que es muy fácil malinterpretar todo y vivir en una nebulosa. ¿En una nebulosa? En una nube de pedos, las cosas por su nombre, basta de tanto dramatismo poético y cruzá la calle, dale.
  Se pararía en la esquina, entonces. Serían las tres de la mañana (ahora eran las dos y cincuenta y dos), habría poco tránsito. Miraría a los costados, esperaría a no ver autos a la distancia. Cerraría los ojos. Se taparía los oídos. Esperaría quince segundos, contando en voz baja. Y ahí, recién, cruzaría. Caminaría a paso tranquilo pero sostenido. Llegaría al otro lado (¿llegaría?). Y seguiría con su vida, para citarse allí la próxima semana ("o no, porque existe la posibilidad de que dejes de actuar como un idiota, no hay que perder las esperanzas", decía).
  Por dentro reía, estaba contento. Le parecía un gran juego, creía (una parte de él, nunca él entero) que estaba iniciando algo importante, le contaría a sus amigos y lo imitarían, era tanto más divertido e impresionante que quemarse o cortarse o todas esas cosas que ya lo aburrían, nunca pasaban de una pose. Él estaba dando un paso más allá. Se imaginaba la reacción de sus padres, de sus profesores. Era una genialidad.
  Dos y cincuenta y siete. Se veían algunos taxis, mejor era no apurarse. ¿Y si ella estuviera volviendo de algún boliche? Cabía la posibilidad, era la noche en que ellos salían, podía estar ahora volviendo con otro pibe. Pero no, seguro que el pibe nuevo tiene auto ("ay, pobrecito"), la deja en la casa, no pasa por acá. ¿Y si pasa? ¿Y si me ve? Mejor aún: ¿y si lo pisaba?
  La voz arremetió una última vez. Lo mismo de siempre: dejá de hacer teatro, dejá de crear rituales, dejá de pensar en esa piba, dejá de ser tan pendejo. Pero ya no pensaba en esa piba. Estaba haciendo teatro, sí. Pero su espectadora era otra. Él pensaba en Jessica, y en cómo la impresionaría su sufrimimento, su despecho, su desapego por la vida, su temeridad. Esto no era escribir poemas o hacer temas con su banda: esto era algo más, esto era el próximo paso, sí ("siempre y cuando no te pisen, ¿no?").
  Cerró los ojos, se tapó los oídos con mucha fuerza, hasta comenzar a escuchar los latidos de su corazón, y los sonidos que imaginaba que pertenecían a una noche como esa. Uno, dos, tres, cuatro, ¿era eso un motor?, seis, un ojo se le abrió pero lo cerró al instante, ocho, nueve, diez, no se escucha nada, doce, esos bocinazos son sólo en tu cabeza, catorce, quince, y adelante. Comenzó a caminar bastante más rápido de lo planeado, por lo que se obligó a bajar el ritmo hasta hacerlo realmente lento, para compensar, y luego de unos pasos lo aceleró. "Debo parecer un borracho", pensó, pero con la voz que aprobaba su plan, la voz que pensaba mucho en cómo lo podían ver los demás. Caminó y la avenida parecía no terminar, podía imaginar los paragolpes que se encargarían de triturar sus huesos y sonreía, su cabeza estaba plagada de bocinazos ficticios, de frenadas inexistentes, el miedo lo estimulaba, pensaba en Jessica, pensaba en las tetas de Jessica, estaba excitadísimo, Jessica desnuda, Jessica jadeando, apuró el paso, Jessica mordiéndose los labios, Jessica comiendo un helado con él, Jessica empapada de helado, desnuda, Jess--

  Comenzó a llorar aún antes de abrir los ojos, y ni siquiera intentó levantarse. Estaba a salvo ("¿a salvo de qué?"), en la vereda. Todo le daba vueltas, el sabor de la sangre era tan intenso que tuvo que reprimir un vómito. Ahora ya podía ver, las lágrimas fluían pero ya no estaba tan mareado. La calle estaba desierta, por suerte, y comprendió que había tropezado con el cordón, que no había previsto que caería justo contra el poste de luz, que se había roto los dientes, veía dos ahí mismo, en el suelo, y la sangre le manchaba la ropa. Lloraba, se sentía un imbécil ("se sabía un imbécil", me corrige la voz), y ahora ya no tenía chances con Jessica, porque está bien hacer un culto del dolor pero a nadie le gusta un pibe sin dientes.

miércoles, 28 de noviembre de 2012

El ermitaño


"- Tenés que pensar menos y actuar más. No sirve de nada ser tan cerebral. Acordate de que tenés un cuerpo.
- Para lo que me sirve..."

  - ¿Me vas a dejar acá, pedazo de hija de puta?
  Su grito fue apenas audible, él sabía bien que ella intuiría la puteada sin estar segura de que existiera. Varios metros los separaban, y el viento de la playa ayudaba a enmascarar su exabrupto. Pero contaba con eso, contaba con la incertidumbre como aliada, apelaba a su enfermiza curiosidad, a su inseguridad. Si ella se iba, se iría con la duda de si él realmente la despedía con una puteada (y con una francamente agresiva). Podría estar enojada, pero esa duda más que avivar su ira, la acercaría a una reconciliación, a una relectura de los hechos. La haría volver. Y entonces, él tendría el poder.
  Porque de eso se trataba. Era una eterna lucha de poder. Y él siempre ganaba. O eso creía, en realidad también era manipulado y pagaba tributos estúpidos adecuándose a sus caprichos (los de ella, se entiende). Allí, enterrado en la arena, intentó pensar qué método utilizaba ella, qué cosas hacía entonces él para aplacar sus malhumores, qué le ofrecía para volver entre sus brazos. Al revés era más simple, ni había que pensar demasiado. Era casi un acuerdo tácito. Él lo había bautizado "el pete culposo". Una deliciosa victoria, casi la única meta a perseguir dentro de la relación. Lo que decía: una eterna lucha de poder.
  Después de unos minutos ya no alcanzaba a verla. Sabía que seguía alejándose, no podía estar volviendo, no tan pronto, pero ya volvería. Debía planear sus próximos pasos. Se le presentó un plan obvio, simple: la completa inacción. Permanecería allí, enterrado en la arena, sólo con la cabeza por fuera, esperando. No saldría a buscarla, no volvería al departamento, ni siquiera se mandaría a mudar para volver, indiferente, días más tarde. No. Se quedaría allí. Otorgaría su cabeza en sacrificio. Se quemaría (aunque no tanto, ya eran las cuatro y media, el sol no lo maltrataría demasiado), portaría una piel violácea como recordatorio de su desplante, alegaría calambres, una imposibilidad para desenterrarse hasta pasada la noche, cuando una pareja casualmente lo encontró casi inconsciente. Podría ser verdad, podría hacerlo verdad. Podría terminar en el hospital, era bueno actuando malestares, y, finalmente, ¿qué le importaba si del hospital lo terminaban echando? Lo importante era haber pasado por ahí, haber obligado a que alguien la llamara comunicando la noticia.
  - ¿Podemos jugar con usted, señor?
  Pendejitos. Nunca faltan.
  - No, nene. Andá con tu mamá, o con la forra que sea que te cuida, y no me rompas las pelotas. Y ni se te ocurra tocar mis cosas. A vos te digo, pendejo. Rajen de acá.
  Quiso levantar el brazo, haciéndolo surgir violentamente desde debajo de la arena, pero no fue capaz. Su plan ya había comenzado a funcionar. Sintió algo de miedo, supo que otra vez ocurriría así, la autosugestión era una herramienta poderosa; sabía que ahora no podía mover ninguna de sus extremidades, así como cuando adolescente, al querer faltar a las clases de educación física, su cuerpo le regalaba tremendas migrañas. Para eso le servía su cuerpo. Para responder a los enfermizos caprichos de su cerebro, y para poco más que eso. Así que resolvió esperar. Quizás dormir. Aprovecharía las últimas horas de sol para quemarse, y luego podría (¿podría?) marcharse. Dependería de su cuerpo, claro. Pero también contaba con la pareja salvadora. Su plan era perfecto, tan simple. Sí, tanto mejor era que no pudiera moverse realmente. Tanto mejor si comenzaba a llorar, tanto mejor si se desmayaba, si comenzaba a deshidratarse. Así aprendería ella.
  Soñó con hierros ardientes, se soñó vaca, le marcaban la frente, marchaba al matadero. Luego mutaba, se incorporaba sobre sus patas traseras, los hierros le quemaban los ojos, lo dejaban ciego, lo obligaban a volver a sus cuatro patas, lo sometían, quería gritar, no tenía boca, luego sí la tenía, pero era un orificio pastoso y lleno de pus, nada podía hacer, marchaba al matadero. El enorme estruendo de una sirena llenaba la sala (estaba en una sala, él era la única vaca, había personas desnudas, casi muertas, eran enormes, deformes, marchaba al matadero). Los oídos le comenzaban a sangrar, no tenía ojos, no tenía boca, no tenía oídos, cruzaba la puerta hacia el matadero, iba solo, la sirena lo despertaba. Era el sonido de su celular, alguien lo llamaba. Debía de ser ella, ya era de noche. La cabeza se le partía de dolor, todavía estaba confundido por el sueño, no sabía qué sensaciones le correspondían a su cuerpo real. Sentía la sangre en sus oídos, la cabeza le latía, caliente, por lo menos veía, sus ojos estaban en su lugar. Su boca era un orificio pastoso. Y el celular sonaba. Dejó de sonar cuando logró despertarse del todo, habiendo terminado el recuento de sensaciones reales. Ya no aguantaba más, se le había ido de las manos: ella no había vuelto y él se sentía al borde de la muerte. O quizás, ella había vuelto para luego marcharse. Pero no, no podía ser tan cruel... Qué hija de puta, seguro había vuelto. No, no podía ser. "¿Y quién es el que duda ahora, pelotudo?". Todo le había salido mal. No, no, él todavía estaba en control de la situación, sólo estaba aturdido, todavía no se recuperaba del sueño, y la cabeza le daba vueltas.
  Tenía que salir de ahí, terminar con la charada, ya era suficiente. Su cuerpo debía evidenciar el deterioro, podía hacerla sentir culpable, ahora lo importante era salir de ahí. Vivir. Estaba convencido de estar deslizándose hacia la muerte. Pero no podía ser, era ese sueño de mierda, no terminaba de recuperarse del susto. Intentó calmarse. Se concentró en su cuerpo, en el tremendo dolor de cabeza. Intentó moverse. Su fracaso lo desesperó.
  El teléfono volvió a sonar. Se esforzó tratando de alcanzarlo, pero era imposible. Su cuerpo no respondía. ¿En qué momento lo había abandonado? Aturdido, no pudo evitar pensar que su cuerpo se había rebelado, emancipado. Que al irse ella, su único vínculo físico con el mundo, perdió todo control sobre su cuerpo. Quiso llorar, pero no pudo. Su cuerpo no se lo permitió. Y esa era la prueba de que no era ella quien llamaba, y de que ella no volvería, jamás. Su cuerpo ya no existía, no tenía una razón de ser. ¿Qué mejor prueba que esa? ¿De qué le serviría el cuerpo, ahora que Raquel se había ido?
  Nada tenía sentido. Lo que pensaba era una locura, y ese dolor de cabeza de mierda que no lo dejaba tranquilo. Le dolía, el cuerpo le dolía. Todavía estaba ahí para él. Raquel no importaba, había que salir de ahí. ¿Qué hora sería?
  El teléfono volvía a sonar. ¿Por qué nadie se acercaba? ¿Dónde estaba la parejita que se suponía que debía rescatarlo? Intentó gritar, pero tampoco pudo, su garganta estaba seca. Ahí se dio cuenta de la sed que tenía, de todos esos otros dolores que no había alcanzado a detectar, y que ahora pasaban a abrumarlo. Quiso llorar, otra vez sin éxito.
  Se volvió a dormir, o a desmayar, ¿qué diferencia había? Despertó, ni siquiera podía mover el cuello. Por el rabillo del ojo, vio algo que se acercaba. Una mancha metálica, un juego de luces que devolvía el brillo de la luna. Se arrastraba, cada vez estaba más cerca. Alcanzó a pedir ayuda, o eso creyó, no sabe si pudo gritar o no. La mancha metálica se convirtió en un objeto reconocible: una caja de chapa, una de esas viejas cajas en las que se guardaban las galletitas. Llevaba años sin ver una de esas. Se olvidó del terror por un momento, y recordó el almacén de su barrio, allá en su infancia, y todas las cajas con galletitas dulces. Una especie de crustáceo salió de la caja, y el terror volvió. Mezcla de caracol y cangrejo, se le subió a la cara. Le clavó dos de sus patas en los ojos. Finalmente logró llorar, y gritar. Otro par de patas se le metió en las fosas nasales, y el resto del cuerpo de la criatura se le metió por la boca, tapando el aullido y asfixiándolo, dándole una muerte lenta y dolorosa. Una vez aferrado a la cara, el cangrejo ermitaño siguió su camino, desenterrando el cuerpo de Martín, ahora convertido en su nuevo caparazón.

lunes, 29 de octubre de 2012

Confesiones de un porotero

  Casi ni podía prestarle atención al monitor. Los números se presentaban en rápidas sucesiones, pero su atención estaba en otro lado. No podía dejar de pensar en la textura y el peso de todos los aromas que lo rodeaban. Estaba perdido en ensoñaciones que diez minutos antes, le estaban vedadas. La droga ya había comenzado a alterarlo. No lo inducía a un estado sinestésico, para eso era necesario que usara también los guantes especiales. Pero le permitía anticipar las sensaciones que los guantes le revelarían. Y no podía dejar de relamerse ante el espectáculo que prometía el culo de Sandra. Qué hermoso culo... Sólo quería acariciar sus pedos, moldearlos, estrujarlos y abrazarlos. Poco le interesaban los números en su estúpido monitor.
  - Ramírez, se me está quedando. ¿Le pasa algo?
  Imbécil. Le estaba pasando algo, sí. Estaba imaginando la sutil aspereza del aroma a sudor de su interlocutor, la inexplicable sensación verde que sentiría si pudiera calzarse los guantes para tocar ese ácido olor. Le perdonaría ese gesto siempre tan idiota, siempre tan sobrador, si tan solo pudiera sentir entre sus dedos ese aliento a café que su jefe siempre despedía. Se lo imaginaba blando, casi líquido, cubriendo todo su brazo.
  - Ramírez... ¿Qué le pasa?
  - Nada, señor. Está todo bien. Quizás me haya bajado un poco la presión, ¿podría almorzar ahora?
  "Perfecto", pensó. Estaba orgulloso de su salida. Comenzó a imaginar la consistencia del olor a lentejas que despediría su plato. Sabía que no podría tocarlo, no sin los guantes, pero podía imaginarlo, gracias a la pastilla. Podría comer y sentir sin sentir esa especie de algodón inundando su cerebro al tragar el primer bocado. Intentaría que nadie lo viera calentando sus lentejas. Algunos compañeros, medio en broma, medio en serio, ya lo acusaban de "porotero". Acusación acertada, pero que no podía abrazar abiertamente. Nadie malgasta sus noches acariciando sus pedos con un par de guantes sinestésicos para proclamarlo con orgullo. Aunque estaba el caso de esa extraña estrella de rock... De todas maneras, sería demasiado sospechoso, ya que había comenzado a ingerir la pastilla en horarios laborales y emitía inequívocas señales. Como esa pausa antes de llegar al comedor, extasiado ante la puerta abierta del baño con su olor a desinfectante, con esas incontables pelotitas que estallarían como burbujas al intentar atraparlas con sus guantes. Sí, estaba siendo muy obvio. Decidió saltearse el almuerzo y guardar las lentejas para más tarde. Quizás las comiera frías, escondido en el baño. Comer rodeado del burbujeante aroma a desinfectante parecía un plan prometedor.
  Se escapó a la terraza. Fumaría un cigarrillo, cualquier cosa antes que volver a su inodoro monitor. Y el humo le recordaría una textura nunca antes probada, ya que no se le permitía fumar dentro de su departamento. Esa era una de las asignaturas pendientes con sus guantes. Pero ese tipo de excentricidades eran lujos, placeres sutiles que sólo podían permitirse los más experimentados poroteros, aquellos que ya habían acariciado sus gases por tanto tiempo que veían aplacada su voracidad inicial, y necesitaban entonces nuevas sensaciones táctiles. También indicaba un estado de soledad avanzado. Bien sabía él que nunca se cansaría de acariciar los pedos de Sandra, o de cualquier otra mujer, sólo quería poder compartir eso con alguna chica. Se sentía tan solo. Y entonces deseaba probar la superficie evocada por el humo de su cigarrillo, que, aún siendo imposible, le parecía más probable.
  - ¿Me das fuego?
  Sandra estaba a su lado, acercaba su boca fruncida mientras pitaba un cigarrillo todavía apagado. Él le acercó el encendedor y se perdió entre tantos aromas excitantes, el shampoo de coco, el perfume de vainilla, el aliento a menta, y agradeció que no llevara su morral encima, donde escondía sus guantes, ya que no sabría cómo aguantar la necesidad de tomarla allí mismo, de tocar todos sus olores, de desvestirla y acariciar el aroma de sus genitales, de rogarle que se cagara para él. Inclusive imaginaba el momento en que la policía aterrizaba en la terraza y lo reducía, mientras él gritaba "¡tus pedos son lilas, Sandra! ¡Esponjosos pero a la vez firmes! ¡TE AMO, SANDRA!".
  - ¿Querías estar solo?
  Recibió las palabras mientras le daba la espalda y se alejaba, totalmente atontado. Sabía que se arrepentiría, que esa era la primera vez que ella le dirigía la palabra, que ese culo estaba ahí, a tan corta distancia.
  Se obligó a retomar el contacto con su monitor. Con los números de siempre. Intentó trabajar por algunos minutos, pero se le hizo imposible. Deslizó su mano dentro del morral, vigiló que nadie lo observará y buscó el doble fondo donde escondía su más vergonzoso secreto. Sin sacar la mano del morral, se puso uno de los guantes. Las sensaciones lo impactaron de inmediato: guardaba sus guantes junto con varios desperdicios olorosos. Siempre tenía una dosis fuerte ahí, a su alcance. Vio a Sandra volver de la terraza, cruzar los diversos pasillos y dedicarle una breve mirada. Él le sonrió, perdido entre los placeres sinestésicos. Esa noche compraría un perfume de vainilla antes de volver a su departamento. Y sería el punto alto del año.

sábado, 27 de octubre de 2012

Anestesia retroactiva

  Sueño con anestésicos anacrónicos. O no, mejor sería llamarlos anestésicos retroactivos. Algún tratamiento, algún proceso, alguna pastilla que quite el dolor del pasado. No el de ahora, por ese no se puede hacer nada, lo que duele ahora duele y no hay nada que hacerle, o sí, quizás podés usar las anestesias más conocidas. Por eso, el tema del dolor de ahora quizás pueda cubrirlo: podría fumar y llorar y reír y ese dolor sería otra cosa. Pero me preocupa el dolor del pasado, el dolor que sentiré en el futuro al pensar en el día de hoy.
  Y así es que sueño. Me propongo esa fantasía: entrar a un consultorio, que te enchufen algunos electrodos en la cabeza y comiencen a enviar una anestesia hacia atrás en el tiempo. Imagino que podría escribir un cuento. Imagino que sería muy obvio que es apenas una variación de "Eternal sunshine of the spotless mind", pero la idea me sigue pareciendo atractiva, más que nada por su utilidad. Yo voy a necesitar eso, ya mismo lo estoy necesitando. No quiero eliminar recuerdos, eso es poco práctico. Sólo quiero quitarle el contenido emocional. Quisiera poder conservar todos esos momentos tremendamente vergonzosos de mi vida (yo perdiendo el control de mi modulación al hablar delante de una clase, yo en una pileta viendo por primera vez una concha, yo equivocándome frente un grupo de snobs odiosos pero amables, yo queriendo deshacer 1.500 kilómetros en un segundo, yo preguntando por un bebé muerto, no, no era yo, era otra persona, pero en ese momento era una confusión normal, yo escuchando que nunca me quisieron realmente, yo imaginando que nunca me quisiste realmente), la "película de mi vida" (qué expresión de mierda) no tendría sentido quitándole esos pedacitos. Yo sólo quiero rememorarlos y que me chupe un huevo. Quiero ver esas caras y no sentir nada. Ni dolor, ni nostalgia, ni odio, ni tristeza. Nada de nada. Ya lo sentí en su momento. Ahora (mañana), que me dejen en paz.
  Imagino el cuento. El paciente soy yo. Siempre estoy yo en mis cuentos. ¿Cuentos? En fin... E imagino todas esas situaciones vergonzosas, y apenas las modifico un poco, y las cuento, y me exorcizo un poco. Quizás alguien lo lea y se ría. O yo lo lea después y me ría. Suelo reírme después de leer lo que escribo. Cuando ya olvidé que lo había escrito. Pienso eso y me duele un poco menos.
  Pero aún me duele demasiado, y no quiero sentarme a escribir un cuento. Porque no quiero escribir nunca más. Y no quiero sentarme a hacer nada nunca más. Quiero re-cagar a trompadas al colectivero que está frenado en un semáforo y no me abre la puerta, me acerco, le golpeo, me dice brevemente que no, le hago con gestos un patético "por favor" y ni me mira. Me quedo ahí, y el tipo sigue mirando para adelante. Lo quiero matar. O quiero que él me mate. Eso quiero, quiero escribir ese cuento, el del colectivero que no le abre al chabón, y el chabón lo empieza a insultar y le patea el bondi, y ahí sí el colectivero abre, y cuando yo (porque siempre soy yo) le empiezo a decir "ah, ahora sí me abrís, infeliz, si te pido por favor ni me mirás, pero si te empiezo a insult--" y ahí nomás (porque en mis cuentos siempre la gente se interrumpe) me surte, me pega con algún fierro o algo y termino en un hospital. Y la primera cara que veo al despertar no es la de ella, y pregunto si ella llamó o si sabe algo, porque me olvidé que ella ya no me va a llamar ni le importa lo que me pase. Me encanta ese final.
  Quería escribir eso también, sí. Pero no tengo fuerzas para escribir. Me duele mucho.

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Cuentos de caballeros psicoanalizados y hadas histéricas, 4ta entrega: el fin de un caballero

  El cuarto pergamino de las "Andanzas de Sir Lawrence y Sir Edward; de la princesa Valentina y su madre y su analista; de Sir Garald y la princesa Clementia; de Sir Gjoffständ, el jinete de dragones; de Mephisto, el hechicero; de Pinzón, el honorable juez de Salamea; y del escriba Alexandros, el más bello entre los hombres sabios", presuntamente llamado "El fin de un caballero", se ha perdido entre las llamas que envolvieran a la biblioteca de Bizancio, en algún momento del siglo XV d.C. De su contenido sólo podemos rescatar lo que se ha retransmitido por vía oral en los años siguientes, cuya compilación definitiva ha llevado a cabo Edgardo López Muñoz de la Serna. El señor López Muñoz de la Serna ha probado ser de carácter extravagante y poco confiable, pero es erudito en el tema, ya que jura y perjura ser descendiente directo del escriba Alexandros (personaje, por otra parte, de dudosa existencia). No usaremos aquí, sin embargo, el relato embellecido que ha pulido el señor López Muñoz de la Serna a lo largo de los años (cuya adaptación televisiva está a punto de estrenarse por HBO), sino que tomaremos tres de las fuentes orales documentadas menos adulteradas, para intentar poder unir los pergaminos que sí existen, y que tanto valor histórico tienen. Habiendo hecho tal salvedad, aquí está la aproximación más fiel a lo que, creemos humildemente, decía el cuarto pergamino.

(escenas del capítulo anterior)

  Sir Edward supo que era ahora su obligación, no ya la de Galad*, no ya la de Sir Lawrence, la de rescatar a Valentia*. A su prima Lorantia acudió por consejo, escondido, oculto, a espaldas de Sir Lawrence.
     "¡Oh, Lorantia*! Tu cabello suave necesito
     para lavar mi piel de la peste de esa fiera,
     a Galad despidió sin mirar siquiera,
     rompiendo el corazón del pobrecito.
     ¿Cómo hacer para ganar a esa oscura dama?
     Por más putrefacta e indeseable que ella sea.
     Ser caballero suficiente razón pareciera
     para intentar desposar a quien no se ama,
     y hasta decirte podría que la detesto
     y que pongo en duda mis juramentos
     al verme enfrentado con estos momentos
     en que sólo puedo preguntar ¿qué es esto?
     ¿Hay en esa torre una princesa que me adora,
     o sólo una incansable y vil torturadora?**"
  Lorantia escuchó los inspirados versos de su primo y respondió cortándose un mechón de su impoluta cabellera, que Sir Edward ató alrededor de su cuello, y juró que mantendría allí para siempre, y partió veloz como un rayo, como un rayo veloz partió. Al llegar a los pies de la torre, intercambió algunas impresiones estratégicas con Sir Lawrence, para luego sacar su laúd y comentarle su plan definitivo...

(extracto del cuento folklórico francés "La princesa y sus mil y un caprichos")


  Sir Edward contemplaba la desalentadora altura de la torre desde la tienda que compartía con Sir Lawrence, a menos de una milla de donde dormía plácidamente Valentina.
  - He tenido un sueño hoy, Sir Lawrence. Un sueño funesto. Un mal augurio. No debería subir allí. Ninguno de los dos deberíamos. Claudicaré. Acompañadme, olvidemos a Valentina, no la necesitamos. Volvamos a nuestras nobles batallas. Vuestra armadura puede servir mejores propósitos. Nuestr--
(porción ilegible)
  --edras como mejor podía. El muro de la torre era helado al contacto, y la sangre de Sir Lawrence seguía allí, fresca, aún después de una luna entera. "La sangre de un verdadero caballero nunca coagula", solía decir Sir Lawrence. Y debía ser cierto, pues no había caballero más caballero que él en los cuatr--
(porción ilegible)
  --iguió escalando, mientras pensaba y repensaba el asunto. Cuando, a menos de cuarenta pies de la ventana de Valentina, cuando las palabras de presentación y cortejo ya comenzaban a danzar en la lengua de Sir Edward, preparándose para su participación, el cielo se oscureció repentinamente. La torre entera se estremeció, y Sir Edward reconoció la sombra de un dragón. Su reflejo fue el de buscar su espada, pero recordó que la había dejado a los pies de la torre. Maldijo su pobre juicio, pero pronto comprendió que no tenía de qué alarmarse: el dragón pertenecía a Gjoffständ, el famoso y apuesto jinete de dragones. Valentina apareció entonces en la vent--

(extracto del "Caballericum Ornitae", compendio de historias caballerescas inglesas)


  Sir Edward sentose en la cama de Valentina. Limpió sus botas en las sábanas, y guardó para su futuro divertimento un autorretrato de la princesa. "Viendo que sus tetas son casi tan grandes como sus rabietas, bien vale la pena tratar de reeducarla", pensó para sí. Cuando estaba sacándose la armadura para poder empolvar su bajo vientre con los delicados talcos de la princesa, ésta atravesó la ventana volando, aterrizando en la cama, con sus ropajes rasgados y manchados de lujuria.
  - ¡Salve, Valentina, la de las piernas largas y la paciencia corta!- saludó Sir Edward, apuntando con su miembro a la desnuda muchacha.
  - ¡Horror! ¡No podéis mirarme, no podéis tocarme! ¡Soy una doncella!
  - Puede que lo fuerais, puede que lo fuerais...
  - ¡No! ¡Apartaos!
  - ¡Razón tenéis, princesa! Me apartaré, pero sólo porque no toco las sobras de Goffständ, conocido por su sífilis. Si me permitís, iré a comunicarle a Sir Lawrence la noticia: que Sir Goffständ acaba de desflorarla, y que no ha tardado más que lo que un colibrí tarda en escapar de un niñato empeñado en atraparlo. ¡Buenas nuevas, mi ya-no-tan-doncella!
  - ¡Si abrís la boca sobre lo que aquí habéis visto, la cabeza de vuestra prima y su bastardo aún no nacido adornarán mi salón!
  - Disculpadme, princesa. No oí qué me decíais, me encontraba ocupado admirando vuestras tetas. ¿Decíais?

(extracto del relato picaresco "Los huevos de Sir Edward")


  - ¡Exijo que lo capen! ¡No alcanzaría con arrancarle los ojos! ¡Está en el código, y es mi derecho como madre!
  Sir Edward no entendía nada de lo que ocurría. Sir Lawrence lo miraba aún más desconcertado. Ninguno de los dos había visto antes a la madre de la princesa, pero allí estaba, a menos de diez pasos, interceptando su retirada.
  - ¿Qué ha ocurrido en la torre, Sir Edward? ¿Por qué se escuchan los llantos de la princesa, y por qué su madre clama por su castración?
  - ¡Sir Lawrence! ¡Seguramente no habrá escapado a vuestra vista de halcón la irrupción de Sir Goffständ!- protestó Sir Edward- ¡Yo sólo he socorrido a la princesa luego de que aquel bandido la abandonara a su suerte, semi-desnuda y ajada!
  - ¡Ajá! Lo admite- interrumpió la madre-. Admite haber visto a mi hija desnuda. ¿Qué clase de caballero sois, eh? ¡Exijo que lo castren! ¡Es mi derecho!
  (porción ilegible)
  Sir Edward estaba atónito. Pero más atónito al recibir la sentencia de su amigo.
  - Acompañadme, Sir Edward. Iremos a ver al juez de Salamea. Cuanto antes enfrentéis vuestra sentencia, mejor será para todos.

(extracto del "Caballericum Ornitae", compendio de historias caballerescas inglesas)


* algunos nombres en esta versión difieren de la original. Garald pasa a ser Galad; Valentina, Valentia; y Lorianna, Lorantia.
** en esta versión de la historia, Sir Edward es aficionado a la poesía y a la música, y declama casi constantemente en verso.


(continuará...)

viernes, 31 de agosto de 2012

Para el orto

  "Todavía me querés?"
  Su corazón se aceleró y dentro de su cerebro se arremolinaron cientos de pensamientos, amenazando con hacerle perder la razón allí mismo, en ese instante. Como el universo necesita del equilibrio constante para subsistir, el tiempo fuera de su conciencia se hizo lento, lentísimo, ofreciendo un contrapeso a esa vorágine de sentimientos dormidos.
  ¿Cómo que si "todavía la quería"? ¿Qué pregunta era esa? Una muy buena pregunta, pensó. Una pregunta que él, todavía, no se había animado a hacerse. "Es que la respuesta es obvia". No. No lo era. No sabía la respuesta.
  Pero antes de empezar a intentar desentrañar la respuesta, se encontró con el misterio que proponía la pregunta. ¿Qué significaba ese mensaje de texto? ¿Por qué ahora? ¿Acaso ella lo quería? La pregunta parecía estar diciendo eso, justamente. Preguntarle a alguien si te quiere es decirle que lo querés. ¿Entonces ella lo quería? De hecho, jamás debiera haber dudado de ello. La última vez que se vieron, cuando ella lo dejó, intentó dejarle en claro que siempre lo querría, y que, a pesar de irse con otro hombre, la separación le dolía enormemente.
  Entonces, revivió la bronca. "Todavía me querés?". Te fuiste con otro. Se había ido con otro, ¿cómo quererla? Le había roto el corazón, ¿cómo quererla? Le había dicho a la cara que no, que pretendía no volver a verlo, que prefería priorizar una relación con un tipo superficial al que casi ni conocía. ¿Cómo quererla, entonces? ¿Cómo quererla, cuando tuvo que odiarla para poder dejarla ir?
  "Todavía me querés?". Pero eso cambiaba todo. Se sintió insultado, es cierto, pero al mismo tiempo transportado hacia un pasado feliz, un pasado cuya felicidad él mismo había enterrado y olvidado. La quiso. La quiso, la quería. La quiso, la quería y la iba a querer.
  Pero no, el dolor, el orgullo herido, eso también volvió. Ya la había olvidado, pero no sólo había olvidado que la quería, sino que la odiaba. Que le deseó desgracias por un tiempo. Que habló pestes de ella a los amigos en común, intentando contaminar su mundo con ese veneno que, a fin de cuentas, era de su autoría. "Todavía me querés?". ¿Qué era, un chiste? ¿Una venganza, quizás? ¿Pero por qué? ¿Qué había hecho él? Bueno, además de hablar pestes de ella, claro. Pero estaba en todo su derecho, existe tal cosa, ¿verdad? "El derecho del abandonado". Derecho de odiar y actuar de manera irracional, infantil, casi perversa. ¿Qué hacer, si no? Ella con otro tipo, lo más tranquila, ¿y él? Que por lo menos lo dejaran hablar mal de ella. Era lo menos que podían hacer. ¿Quiénes? En fin...
  "Aunque todavía la quiero", pensó. Sí, el odio estaba ahí. Pero también estaba ahí todo lo demás. Y sólo necesitó imaginarla una vez más acomodándose el pelo detrás de la oreja. Ahí mismo supo lo que tenía que contestar.
  Siete segundos pasaron, y eso es todo lo que él pensó luego de haber leído el "Todavía me querés?" de la pantalla de su celular. Siete segundos, para que esa misma pantalla volviera a iluminarse con un mensaje nuevo, de la misma persona.
  "ay no me equivoque no era para vos perdonperdonperdon"
  Pasaron siete segundos más. En esos siete segundos él no pensó demasiado. Sólo se vio invadido por una inmensa tristeza, una tristeza familiar a la que le había perdido el rastro. Pasaron siete veces siete segundos, y se escuchó decir en voz alta "¿Por qué?" varias veces, luego de sentarse en el suelo. Siete segundos después lloraba y reía al mismo tiempo.
  "Perdoname! La psicóloga se va a reír cuando le cuente. Aprovechemos que me equivoqué, hace mil que no hablamos. Cómo andás?"

jueves, 2 de agosto de 2012

El gordo

  Cada vez que su celular sonaba, la habitación se llenaba de miradas cómplices. Según los ojos que uno decidiera escrutar, se podía descubrir burla, preocupación, lástima, desconfianza, y hasta envidia. Todos, en mayor o menor medida, tomábamos esos episodios como una invitación a algo prohibido. Yo, por mi parte, los interpretaba como un triste pedido de auxilio. No creía en Marcela. Marcela no existía, no podía existir.
  - ¿Y, qué dice tu chica?
  - Nada, que me extraña, que me quiere ver... Es tan dulce
  Así, de manera inocente y eficaz, respondía el gordo a las chicanas, interpretando a la perfección ese papel inverosímil, sin dar crédito a la ironía con que lo azotábamos. "Pobre gordo. Tan boludo, ni se da cuenta de que lo gastamos, ¿no?". Nunca terminé de creerme eso tampoco. ¿Pero qué es lo que creía? ¿Qué es lo que creo hoy, habiéndole dado tantas vueltas al asunto?
  Aún recuerdo las discusiones una vez que se iba. Todo un concilio para hablar sobre el gordo y la novia misteriosa, la novia inexistente, la novia que en realidad era un tipo, la novia que se avergonzaba de él y no dejaba que nadie los viera juntos, la novia que había cambiado radicalmente la vida de nuestro amigo desde un plano de existencia totalmente ajeno al nuestro... Nunca lográbamos ponernos de acuerdo, nada cerraba, pero nos divertíamos. Él estaba feliz, y nosotros teníamos un manantial secreto, una eterna fuente de chistes y conversación alrededor de los dos o tres temas que importan para el hombre. Todos ganamos con la aparición de Marcela. En eso era lo único en que podíamos ponernos de acuerdo.
  Dos años estuvo con Marcela. Ninguno de nosotros jamás pudo verla. Yo soy el único totalmente convencido de que ella nunca existió. Y hoy, estamos todos reunidos en el departamento del gordo, o en el que era, mejor dicho, su departamento, ya que el gordo se mató y nada de lo que hay acá es suyo ya. Tristes, diciéndonos "algún día iba a pasar", dejamos que nuestra obsesión (o quizás sólo sea mía, quizás el resto del grupo sepa ser más convencional) le gane al horror, que la curiosidad atropelle el buen gusto, y buscamos aquí, en el último bastión del gordo, en su santuario más preciado las huellas de Marcela. Su muerte y ella están relacionadas, eso nadie lo duda. El gordo se mató por ella. Aún si es que Marcela era sólo un invento, el gordo entonces se habrá matado por no tenerla. Y buscamos entonces fotos, libros con dedicatoria, revisamos la computadora, el celular, todo, sin encontrar nada.
  Hasta que el celular suena. El gordo, de haber estado vivo, tendría un mensaje nuevo por leer.

viernes, 6 de julio de 2012

S (o "espiral excrementicia")

¡Oh!
¿De vuelta en la espiral,
no tan querido amigo?
Perdiste todas tus fichas,
no, no las perdiste, sino que las has perdido
(porque en verso los tiempos no son los mismos)
(y el tiempo no es el mismo nunca, para nadie, en ningún lugar),
has perdido entonces, hemos convenido,
la poca paz mental y la felicidad que venías ahorrando,
por jugarte la plenitud a un pleno
(los retruécanos no ayudan, no, nunca lo harán).

¡ah! ¿quién la viera sin sentir lo mismo? ¿cómo no pensar en ella todo el tiempo, sin importar si es un tiempo lento y tedioso o feliz y trepidante?
¿cómo no querer quererla,
cómo no sentirla tuya,
cómo no saberla única?
A ella. La única. Ella que es todas, y ninguna.
A ella que constantemente evocas, y que constantemente pierdes.

Este es tu castigo. El castigo para mí que te toca sufrir, oh, lector
ya que eres la misma persona, eres el escrito y la lectura,
eres el asco,
el asco, asco, asco, con esa "ese" sonando a jota,
esa suave "ese"
(la cacofonía tampoco aporta, por favor),
esa "ese", esa puta "ese", y pareciera (¿o pareciese?)
que esa "ese" es la culpable, en esa "ese", ahí nomás está todo,
todo lo demás parte de ahí, o ahí llega.
Porque sos una maraña.
Imbécil.
Todo este palabrerío, es una gran "ese" mal pronunciada.
Una "ese" elevada al cuadrado, a la décima potencia,
a la "ese" misma,
un laberinto infinito, un hermoso y ajqueroso
(sí)
fractal.
Todo lo que aquí ejcribes, es esa "ese" serpenteante.

Pero seguirá creciendo
como lluvia que no puede evitar caer
porque no hay más que eso: esa "ese".



No. Basta. Esto de acá no pasa. La poesía nunca te movió ni un pelo. Y, por suerte, vos nunca le moviste ni un pelo a la poesía. Porque la poesía es una "ella". Ella que es todas, y que es ninguna.

(ay, qué risa)

domingo, 27 de mayo de 2012

Palabras

"Vos sos un hombre de palabras".

  Hace unos años me dijeron eso, sin tratar de esconder el reproche que, quizás, fuera en realidad lo importante del mensaje. Estoy acostumbrado a los reproches. He sido educado en base a ellos, nunca alcanzar lo que se pretendía o esperaba de mí forma parte de mi identidad. Por eso preferí obviar ese reproche, para concentrarme en esa definición tan acertada, que en momentos como este me parece aún más cierta que entonces. "Vos sos un hombre de palabras". Quizás un acceso de vanidad y autocompasión me esté llevando a esto, a tratar de usar palabras para describir por qué soy un hombre de palabras, pero no sé hacer otra cosa. La vanidad me dice que no sabré hacer otra cosa pero que eso lo hago bien, y que es una forma elevada de entender y vivir la vida. La autocompasión me dice que es triste que no sepa hacer otra cosa. Que es triste que no sepa vivir, que es triste que siempre tenga que estar triste, que es patético que detrás de las palabras sólo haya eso: tristeza.
  "Vos sos un hombre de palabras". Hay muchas cosas que me quisieron decir en ese entonces, pero eso ya no me importa demasiado. Lo que me importa es que, hoy, ya estoy cansado de ser eso. ¿Por qué las palabras son tan importantes? No lo son. Realmente, no lo son. Para el resto, es decir. Siempre es igual, siempre tengo que compararme con el entorno (siempre y cuando sienta que hay una notable separación, un entorno y un yo a una distancia infranqueable), y entonces me digo: las palabras no importan. Las palabras que recibís, las palabras que recogés, las palabras que repartís, las palabras que te roban y que olvidás. No tienen esa importancia que vos le das. A vos te hablo. Sí, a vos. A mí. Al único al que hay que hablarle, y explicarle todo, todo el tiempo, con palabras.
  No se puede, aparentemente, explicar todo con palabras. Ni siquiera eso: no se puede explicar nada con palabras. No alcanzan, para todo falta. Pero no es un problema que tengan las palabras, es un problema que tenemos nosotros, los lectores, los oradores, los escritores, los oyentes. Es todo tan confuso, tan vergonzoso, tan angustiante, tan banal, no sirven las palabras para describirlo, para comunicarlo. Eso creo hoy, ya cansado de ser un esclavo de las palabras. Antes, bueno, era diferente.
  Antes creía firmemente en el poder de las palabras, en su buen uso, en el valor inapelable de la verdad. Eso era, en parte, ser un hombre de palabras. Y no se sentía muy bien, pero por lo menos me dejaba saber dónde estaba parado. Me permitía vivir sacándome ciertas preocupaciones de la cabeza. O no, quizás las preocupaciones estuvieran, pero no había que perder el tiempo sopesando cada palabra que llegaba. Si me dicen azul, es azul. Quizás esa persona esté equivocada, pero jamás me va a decir azul si es rojo. Por esa misma razón, me sorprendía tanto que alguien pudiera poner en duda cualquier palabra que yo dijera. Es conocida en mi minúsculo círculo social mi estúpida frase "Yo nunca miento". Y eso es una mentira, es imposible no mentir, pero puedo jurarlo, puedo someterme al polígrafo y decir "yo nunca miento" y la aguja no me descubrirá en falta. Para mí, ese rojo es azul. Seré daltonico, pero no malintencionado.
  ¿Y ahora? Sigo sin mentir. Me convertí en "vendedor", y cargo este respeto por las palabras y su verdad como una cruz. En realidad, no cambió nada. Estoy cansado, pero no he aprendido nada. Seguiré creyendo instintivamente todo lo que me digan, aún cuando me vea obligado a decirme "tenés que saber que eso es mentira". Siento la necesidad de escaparme, de abandonar este mundo de palabras, pero no puedo. ¿Adónde iría? No entiendo el resto de los lenguajes (lo que no quiere decir que entienda éste, de hecho, creo que lo que intento decir es que no lo entiendo). "El cuerpo nunca miente". Sí que miente. La verdad no existe, y eso me entristece. Pero lo más triste es que la mentira sí existe, y está en todos lados.
  Me espera un limbo. Abandonar el uso de las palabras, escapar del peso al que las palabras me someten, para ir hacia otros mundos, a los que jamás podré ingresar. El silencio irá ganando terreno. ¿Pero cómo será internamente? Tendría que abandonar el hábito de la lectura, quizás volver a amasijarme jugando videojuegos horas y horas. O, puestos a mentir, escuchar a mi cuerpo, jugar con él, por fin dejar que sea libre y que dicte cada uno de mis movimientos. Escapar de las palabras, y dejar de escapar de la mentira.

  Pero entonces, si las palabras no valen nada, ¿de qué sirve esto? ¿Qué valor puede llegar a tener? He mentido una vez más. Hoy será igual que ayer y que mañana, y yo seguiré siendo igual a mí.

domingo, 20 de mayo de 2012

Trilogía de Temperley

  Atravesó el umbral del bar ansioso, tratando de ocultar su excitación. Ese hecho, el hecho de que se preocupara en tratar de ocultar algo, era un indicador de su buen humor: en circunstancias normales, no se sentía digno de la más mínima atención. Se sabía invisible, despreciado pero rápidamente olvidado. Definitivamente, no era esta una situación normal, ya que dirigía furtivas miradas a cada rincón del local, buscando esos ojos atentos, que sabía que, aún sin buscarlo, se alegrarían al verlo. Una sonrisa se asomaba acompañando el brillo de su mirada. Sus ojos tristes hoy eran irreconocibles.
  La buscó pero sin detener nunca su marcha, fingiendo que sólo buscaba una mesa. Fingiendo, siempre fingiendo. Horas después criticaría todo su accionar, y sentiría asco, como siempre siente al ver a los demás, con sus sonrisas, sus ilusiones, sus ficciones diarias. Pero en ese momento estaba feliz. Sí. Se podría decir que estaba feliz.
  Se sentó y todavía no la había encontrado. Una voz en su cabeza le sugirió que quizás ella no estuviese allí. El resto de las voces (incluyendo la propia, si es que una y sólo una de ellas lo era) lo consideró probable. Pero no. Casi al mismo tiempo que el mozo alcanzándole un menú, sus ojos se cruzaron. Allí estaba ella. Hermosa, como siempre. Sus cortos rulos rubios enmarcando la preciosa carita. Él sonrió y levantó sus cejas, casi el único gesto que sabía utilizar (aunque mal). Ella no reaccionó, y siguió charlando con los tipos que la acompañaban. Él la desnudó con sus ojos hambrientos, pudo imaginar el ruido del corto vestido negro cayendo al lado de la cama.
  - Un café doble, por favor.
  Se dedicó a mirarla. Estaba hipnotizado, ya había olvidado todo su plan de esconder su impericia social, su locura por ese cuerpo, por esa voz. Y ella no lo miraba. Se preguntó si lo habría visto, quizás no lo reconociera. "Te vio", le dijo la voz. "Que siga charlando con esos tipos y que ya no mire para acá ni de casualidad es la prueba".
  El café llegó, y lo tomó. Ya no estaba feliz. Para nada. Ella se levantó, se puso su abrigo y se despidió de sus acompañantes. Antes de atravesar el local y alcanzar la puerta, lo volvió a mirar. Él, apurado, acompañó su arqueo de cejas con un ademán. La voz en su cabeza reía. Ella salió sin prestarle atención. La vio pasar por los ventanales caminando a paso vivo. Dejó cincuenta pesos sobre la mesa y se apresuró a salir, quizás ella hubiera aflojado el paso, quizás lo esperara en la esquina.
  Luego de mirar hacia los cuatro puntos cardinales desde la esquina, decidió que podía volver a su casa.
  "Ya está bien, eh".

***

  Entendió que por fin había ocurrido. Ella se había ido, y no volvería. Siempre y cuando dependiera de él, no se volverían a ver tampoco. Se sentó frente al televisor, y cambió de canales sin prestar atención. Sólo pensaba en su soledad, en la casa, en las compras, en los libros que se había llevado, en las gatas que también se habían ido, en la plata; hacía cuentas que involucraban su sueldo, el alquiler, el precio de la Coca-cola, el precio del jugo Clight, el precio de las empanadas. De vez en cuando pensaba también en ella, pero sólo para descargar su bronca, aún sabiendo que no era justo. Pero el reino de sus pensamientos era un mundo que no conocía la justicia, sino que estaba para saciar sus caprichos. Así que la odió sin culpa.
  Apagó la tele y agarró su campera, vio la hora y decidió pasar por el bar. Comería algo, llevaría su libreta, por si se le ocurría algo para escribir. Sí, le haría bien. Cualquier cosa antes que pensar en todo lo que ahora no tendría que tener en su heladera.
  Ya en el camino pensaba en Germán. Qué bueno sería poder hablar con Germán. A eso iba al bar, en realidad. Qué bueno poder ser amigo de Germán. Sería genial...
  Cuando entró al bar, no tardó en localizar a Germán. Ahí estaba, como siempre, en su mesa. Las risas lo acompañaban. Qué bueno poder ser amigo de Germán... Pero no conocía a los otros ocupantes de la mesa, así que sólo los miraba de lejos.
  - Un café doble, por favor.
  Promediando su café, vio cómo Germán despidió a sus compañeros, que se alejaron entre risas. Buscó su mirada hasta encontrarla, y arqueó sus cejas, haciendo además un ademán. Tomó su café y fue hasta la mesa que ahora ocupaba sólo Germán.
  - ¡Qué hacés, Germán! No sabés cómo estoy... Viviana finalmente se fue. Y, ¿sabés qué? Mejor que ni vuelva, mirá... Per--
  - Perdoná, ¿Joaquín eras, no?. Pero me tengo que ir. Hablamos otro día, ¿sí?
  Dos horas después miraba la tele, y pensaba en su sueldo, en el precio de la pizza, en el precio de las medialunas, en el precio del café, y en Germán, Germán y la re-putísima madre que te re-mil parió, Germán sorete hijo de re-mil putas, Germán y quién mierda te creés que sos, petiso mal hecho, Germán morite.

***

  - Lo bueno es que ya no vas a tener a nadie intentando que no hagas dieta, vas a poder comer todas las ensaladas que quieras. Que tengas una vida sana.
  Imbécil. Haciéndose el superado, como siempre. Riéndose de todo, aún con lágrimas en sus ojos. ¿Quién le habría enseñado eso? En la familia eran igual, eran imbancables. Pobre gente, creyendo en la ironía como en la máxima expresión de inteligencia. Pobre Martín. Él no tiene la culpa.
  Y se había ido. Finalmente. ¿Cuánto tiempo había esperado ese momento? Le parecía imposible, dolorosamente impensable. Pero era lo que debía ocurrir. Dolía, dolía enormemente. Aunque era lo mejor, ya no podían seguir mintiéndose. Ojalá pudieran ser amigos. Sí, podrían pasar unos meses, y entonces podrían volver a hablarse. ¿Podrían? Él era tan rencoroso. Imbécil. No, no. Pobre Martín.
  ¿Y ahora? Encendió su computadora. Abrió el msn, inició sesión. Gonzalo estaba conectado. Hablame, Gonzalo. No me obligues a hablarte. Voy a cambiar mi foto, voy a cambiar mi nick. Voy a poner "Amar, temer, partir" como mensaje personal. Me vas a hablar.
  Gonzalo le habló. Entre otras cosas, le dijo que mañana no trabajaba. Ella se preparó un café (doble). La noche prometía ser larga.
  Bonzo dice no estés triste, ya sabías que iba a pasar, y sabés que es lo mejor para los dos. E1000C dice sí, pero duele, ¿sabés lo que duele? ¿qué hago acá ahora? encima estoy sin trabajo y Laura se fue de vacaciones, no me puede hacer el aguante. Bonzo dice bueno, ya vas a ver cómo todo pasa, concentrate en el estudio. E1000C dice ya no sé si quiero seguir estudiando, la verdad es que la carrera me desilusionó un poco. Bonzo no dice nada. E1000C dice tengo ganas de salir, no quiero estar acá encerrada, con él nunca podía salir, nunca quería ir a ningún lado. Bonzo dice y bueno, aprovechá. E1000C dice ¿no querés ir al cine? dale, veamos la de Marvel. Bonzo no dice nada. E1000C dice o mañana, no sé, ahora ya es medio tarde, mañana podés?. Bonzo dice che, Emilce, me tengo que ir a dormir, después arreglamos lo del cine. E1000C dice pensé que mañana no te levantabas temprano. me vas adejarso lita? eso noes ta bien!. Bonzo dice jaja, no, mañana a la mañana voy a ver a mi sobrinito, pero vos salí, no te quedes ahí, eh. E1000C dice bueno, seguro termino saliendo con alguno de los boludos de mis exnovios ;-p. Bonzo dice jaja, bueno, me voy adormir. E1000C no dice nada.
  Emilce apaga la máquina y llora, por primera vez en la noche.

lunes, 14 de mayo de 2012

Cuentos de caballeros psicoanalizados y hadas histéricas, 3ra entrega: el tercer hombre


  "Es una semilla.
  Tratadla como tal.
  Que no falte el agua,
  y el brazo crecerá,
  cual rama de peral."

  Con esas musicales palabras había despedido Mephisto al dolorido Sir Lawrence, ya hacía dos semanas. Y la razón había estado de su lado, confirmando que el mote de "hacedor de milagros" lo tenía bien ganado: el brazo se reconstruyó a la perfección, teniendo incluso viejas cicatrices de batalla que el caballero creía que habría perdido para siempre.
  - Es vuestro turno, Sir Edward. Valentina os espera.
  Sir Edward había pasado esas dos semanas siguiendo de cerca la recuperación de su compañero, postergando su visita a la torre. Era lo que su amistad le exigía, y además le servía para evitar de momento a la caprichosa princesa, con la cual ya sabía que no deseaba ni el más mínimo contacto. Pero de esto último jamás pronunció ni una palabra. De hecho, para explicar su inactividad, respondía a Sir Lawrence con un "Descuidad, caballero. Nadie más que vos podría rescatar a la princesa. No irá a ninguna parte hasta que vuestra recuperación sea óptima".
  Al llegar a la torre, una sorpresa los esperaba. Otro caballero se había sumado a la empresa, alentado por las historias del fracaso del gran Sir Lawrence. Esa princesa se había convertido ahora en el deseo de todos los hombres valerosos de los alrededores, y a ese llamado acudió el noble Sir Garald, compañero de Edward y Lawrence en sus días de formación, antes de que ganaran sus títulos.
  - ¡Nobles sires! ¡Hinco mi rodilla en la tierra para recibiros! ¿Venís a rescatar a la princesa? Espero que mi presencia aquí no sea tomada como una invasión, pero oí historias de lo acaecido hace poco más de 10 jornadas, y he creído pertinente dar mi brazo armado para salvar a tan bella dama de su prisión... ¿Creéis que obro de manera innoble?
  Sir Edward ahogó un reproche, al ver que su amigo se adelantaba.
  - Noblísimo Sir Garald- díjole-, Valentina ganará una fortuna equivalente a la de diez jeques si es vuestra intención desposarla. No seré yo, y menos mi compañero, el que se interponga entre esa frágil damisela y su felicidad. Y la vuestra, pues además de frágil, esa doncella es la dulzura misma encarnada, una muestra del más precioso néctar que los dioses han puesto sobre la tierra para que nuestros pobres y humildes ojos conozcan lo sublime.
  - Muchas gracias, Sir Lawrence. Vuestra generosidad y gratitud sólo son comparables con vuestro valor... ¡Contemplad, entonces, mi magna obra de ingeniería! Al no haber manera de escalar esta torre sin escaleras, he usado mi tiempo construyendo este andamiaje. Habéis llegado justo para ver mi triunfal ascenso.
  Sir Edward no comprendía sus sentimientos. Por alguna razón, sentía que Sir Garald era un arrebatador, un aprovechador, aunque se sentía aliviado por no tener que enfrentar a "esa arpía", como llamaba a Valentina en su mente. Y más confundido se sentía al ver cómo su amigo apoyaba la misión de este otro competidor, aún amando a Valentina. ¿No debiera ser al revés, entonces? ¿No debería él apoyar a Sir Garald, de quien, además, tenía una buena impresión? ¿Y no debería ser Sir Lawrence el que reaccionara con resentimiento? Evidentemente, el camino del caballero era uno difícil de recorrer, y Sir Lawrence podía enseñarle mucho. Pero aún teniendo eso en cuenta, el resentimiento que sentía escapaba a su propia comprensión.
  Sir Garald comenzó su ascenso, su construcción era firme y sólida. ¿Qué era lo que quería Sir Edward? ¿Quería que la rescatara, o que fracasara? Sobre eso reflexionaba al verlo subir, y viendo la estoica expresión de Sir Lawrence, comenzó a comprender su batalla interna. Lo que quería, era que la princesa fuese rescatada por su amigo. Aunque eso requiriera que Sir Garald, un caballero hecho y derecho, fracasara. Aunque eso requiriera otro intento de rescate propio, con todo el odio que sentía por las injustas exigencias de la princesa. "Tanto odio y tanto amor mal colocados. No veo la hora de que todo esto termine", se decía, mientras observaba a Sir Garald llegando a la puerta de Valentina...
  - Hermosa Valentina, vuestros días de encierro han terminado. Yo, el noble y hermoso Sir Garald, he llegado a rescataros...
  La princesa se asomó al mirador que gobernaba el lado oriental de la torre, a un costado de la puerta. Desde allí contempló a Sir Garald, apuesto, inmaculado. Lanzó un sonoro suspiro, y mientras volvía al interior de su habitación, pronunció su sentencia.
  - ¿Qué tengo que hacer para que un caballero me pase a buscar sobre una montura alada alguna vez?
  Sir Garald no daba crédito a sus oídos, Sir Lawrence asentía con expresión adusta, y Sir Edward ahogaba una risa, totalmente sorprendido por un ridículo que ya aprendía a aceptar como lógico. El despreciado caballero descendió y se unió en la base con sus compañeros. Su expresión era digna, pero sus vidriosos ojos revelaban una herida profunda. Habló con voz fluctuante, casi quebrada.
  - Amigos. Aparentemente, domar un dragón será mi próximo paso.

(con estas optimistas palabras culmina "el tercer hombre", el tercer pergamino de las "Andanzas de Sir Lawrence y Sir Edward; de la princesa Valentina y su madre y su analista; de Sir Garald y la princesa Clementia; de Sir Gjoffständ, el jinete de dragones; de Mephisto, el hechicero; de Pinzón, el honorable juez de Salamea; y del escriba Alexandros, el más bello entre los hombres sabios". Continuará...)

lunes, 16 de abril de 2012

Sus propios muertos

  Una fila de personas semi-desnudas arrodilladas, con los ojos vendados y las manos atadas. Tres yacen muertos, ya han sido fusilados. El cuarto de la fila está siendo orinado por uno de los soldados que lo están por fusilar.
  Dos soldados fuman sentados, mientras revisan una cartera. Todo parece indicar que la cartera pertenecía a la muchacha que se ve tirada en la calle, desnuda, a metros de los soldados. Probablemente esté muerta.
  Dos pequeños niñitos lloran desconsoladamente a los pies del cadáver de un adulto, colgando ahorcado de un árbol. Detrás se ve una casa en llamas. Delante de ellos, un soldado los fotografía con su celular.
  Decenas de fotos de ese estilo, postales del horror. El coronel las miraba sorprendido, sin creer que una persona de su misma patria, un paisano de su misma tierra fuera capaz de tal cosa. Indignado, apuró su café y se dirigió hacia el improvisado calabozo. Detrás de la puerta, dos militares vigilaban al fotógrafo, atado a una silla y con su cabeza dentro de una bolsa.
  - Retírense, caballeros. Déjenme a solas con este pedazo de mierda.
  Una vez que los soldados cerraron la puerta desde el otro lado de la habitación, le quitó la bolsa de la cabeza al fotógrafo, y lo observó, en silencio, por dos minutos. El prisionero aspiraba amplias bocanadas de aire, obviamente le había costado respirar con la bolsa alrededor de su cuello, pero se mostraba entero. Golpeado, cansado, pero entero. El coronel trataba de intimidarlo con su mirada indiferente pero atenta. Esperó a que el prisionero dijera algo, o delatara algo con su lenguaje corporal. Pero seguía imperturbable, a la espera él también. El coronel decidió pararse, súbitamente, tratando de alterar de alguna manera a ese hombre que, todavía, no conseguían quebrar.
  - Es fácil para usted. Todo lo que tiene que hacer es esperar ahí sentado. Esperar y aguantar, dejar que seamos nosotros los que actuamos, los que hablamos. Usted es un cobarde. Una rata despreciable, un traidor. Lo peor de todo es esa fascinación por la muerte que tienen ustedes. ¿Qué hay de bueno en convertirse en mártir? ¿Piensa que detrás suyo hay algún otro fotógrafo esperando a retratar su cuerpo tirado en una fosa? ¿Piensa que se lo recordará como un valiente periodista? Despreciable, suicida e ingenuo. Es parte de mi trabajo eliminar gente como usted. Un trabajo que realizo de manera orgullosa. No hay nada retratado en esas fotos de porquería que me avergüence, de ninguna manera. Pero hay mala intención en su mirada, hay mala intención en cada una de esas fotos. Y no voy a permitir que se burle de mí, señor. No lo voy a permit--
  - Permitame el atrevimiento de interrumpirlo, coronel.
  Finalmente habla, pensó el coronel. Y me mira. Me mira a los ojos. Siento su miedo, pero es el miedo de un hombre valiente. Todo esto pensaba, mientras se miraban, hasta que el fotógrafo volvió a hablar.
  - Estoy de acuerdo en todo lo que dice. Estoy de acuerdo con su forma de vida, estoy de acuerdo con su visión del mundo. No soy un reportero pacifista, ni estoy en contra de nuestro gobierno, salvo en pequeñas cosas que no vienen al caso, y me considero un patriota y apoyo esta causa y las acciones bélicas que se están llevando a cabo. Es por eso que entiendo el trato que me están propinando, pero debo decirle que se equivocan, coronel.
  Por primera vez en mucho tiempo, el coronel no entendía qué pasaba a su alrededor, no entendía a esa persona que tenía enfrente, y eso lo enojaba. Aún así, no podía dejar de pensar en ese fotógrafo como en un enemigo que le ganaba una batalla, allí, atado y golpeado, y lo hacía tambalear.
  - Así que estoy equivocado... ¿y cómo sería eso?
  - ¿Me puede desatar y hablamos mejor?
  El coronel se sentía avergonzado. ¿Por qué ese tipo estaba atado? ¿Qué amenaza podía suponerle? Y tantos golpes aguantó...
  - Gracias. Así está mejor. Le repito, entiendo por qué lo hicieron, yo en su lugar, habría hecho lo mismo. Por eso necesito explicarle la situación. Cuando nosotros, y por nosotros me refiero a la gente de nuestro país, nos vayamos de acá, vamos a seguir con nuestras vidas y todo este episodio no será más que unas medallas para usted, las fotos en el celular de aquel soldado, y la sensación de omnipotencia de aquel que toma lo que quiere. Y pronto lo olvidaremos. Pero la gente que queda acá, no siente lo mismo. Van a seguir recordando estos días por siempre, porque para ellos será la gran guerra que sufrieron, quizás la única. Piense usted en cuántas guerras participó. No le alcanzan los dedos de las manos para contarlas. Para usted, es un estilo de vida. Bueno, para mí también. Usted hace y gana las guerras. Yo las retrato. No para denunciarlo, como usted cree. No me llevaré estas fotos a ningún lado. No le interesan a nadie, más que a la gente que aquí se queda. Ellos, que no tuvieron tiempo para retratar su derrota. Y que tampoco tuvieron la oportunidad, justamente, porque está usted, coronel, junto con su ejército, que no permite que nadie se acerque para relatar lo que aquí se vive. ¿Entiende lo que le digo? Estas fotos, son extremadamente valiosas, porque son extremadamente necesarias para este pueblo. Para rehacer su historia, para poder contar lo que ellos vieron, para no olvidarlo. Lo necesitan, desesperadamente, y aún en el estado precario en que se encuentran, pagarán lo indecible por fotos como estas. Así que ahí entro yo. Esto es un negocio, coronel. Y sería un pecado no explotarlo. ¿Entiende ahora mi postura? ¿Entiende que yo también soy un patriota? Nuestra patria es el dinero, coronel. Nuestra patria es el dinero...
  - No sé si creerle. Pero algo de lo que dice es cierto.
  - Todo lo que le digo es cierto. Hace años que vivo de esto. Es un negocio muy redituable el de venderle a los pueblos sus propios muertos.
  Se miraron en silencio durante un minuto.
  - Bien. Lo dejaremos en libertad. Haré los arreglos para que le devuelvan su cámara y sus rollos. Pero el 70% es para mí.
  - No. El arreglo suele ser la mitad.
  - El 70% o nada. Yo soy el que decide. Recuerde que sigue siendo mi prisionero.
  - Discúlpeme, coronel. Pero es la mitad.
  Otra vez esa mirada firme. Ese miedo del que se sabe amenazado, pero que está al tanto de todo. Controlando la situación aún siendo torturado, aún a punto de ser ejecutado. Ahí comenzó a entender todo, por fin el discurso, el lenguaje corporal y la situación se aunaron en una escena que tenía sentido. Tenía razón. Tendría que ser el cincuenta.
  - Perfecto. La mitad.
  Sin esperar obtener el permiso, el fotógrafo se paró y extendió su mano ensangrentada hacia el coronel.
  - Muy bien. Yo lo contactaré, coronel. Ha sido un placer hacer negocios con usted.

martes, 3 de abril de 2012

Siesta

  Me doy cuenta, tarde, de que el recital es hoy. ¿Cómo no lo pensé antes? Todas las entradas están en mi poder. ¿Por qué ninguno de los que va conmigo me llamó todavía? ¿Nadie se acuerda de que hoy es el recital? Miro la hora, pienso. Ezequiel está acá, conmigo. Estamos con nuestra familia, todos ríen, yo me empiezo a desesperar. Le digo "Hoy era el recital, ¿no?". "Ah, no sé, puede ser. ¿Era hoy, no?", me responde. Abro el aparador donde guardé las entradas, pero no las veo. Están las entradas para Secret Chiefs, pero no las de Radiohead. ¿Dónde las puse? ¿Era hoy? ¿Pero cómo es que nadie me llamó? Ah, ahí están. Debajo de aquel libro. Cinco entradas. Las dejo ahí. Una para mí, otra para Eze, otra para Gona, otra para Leandro, y otra para Laüra. ¿Se acordará ella que era hoy el recital? Más temprano hablamos, y me dijo que se iba a dormir la siesta. Debe estar durmiendo, no se acuerda. Mi familia sigue en su mundo, compartiendo risas y comida. ¿Era hoy? Vuelvo al aparador, a ver la fecha de las entradas. ¿Y hoy qué día es? Miro la fecha en mi celular. Mi celular, que cada vez anda peor. La pantalla está rara, me cuesta leer los números. Sí, es hoy, la puta madre. Dentro de una hora y media. Tengo que llamar a Laüra, tengo que lograr que se despierte, se tiene que preparar, tiene que estar lista, nos tenemos que encontrar. Rápido. La llamo, me voy de la casa para llamarla desde la vereda. Suena, suena, no me atiende. Hasta que siento que el tono se corta, y escucho algo así como un ruido ambiente. Me atendió, pero sólo para que deje de sonar. Dejó el teléfono descolgado (aunque con un celular esa expresión no tiene mucho sentido, pero hizo su equivalente: atendió y lo volvió a poner en su mesita de luz). Escucho con los ojos, veo el techo de su pieza, veo ese silencio poblado de interferencia. No me escucha, no me quiere escuchar. Quiere seguir durmiendo, se peleó con la madre y no quiere saber nada de nada. Pero tiene que atenderme, el recital es hoy. Corto. No tiene sentido volver a llamar, me va a dar ocupado. Tampoco puedo mandarle mensajes. ¿Qué hago? A todo esto, le indico a mi primo que llame a Gona y a Leandro, que les avise que es hoy, que las entradas todavía las tengo yo, que nos encontramos allá, pero rápido, tiene que ser rápido, nos vamos a perder a Radiohead. Llamá a Leandro, Eze. Y pienso. ¿Qué hago con Laüra? Vuelvo a buscar las entradas, las guardo dentro de un libro, vuelvo a salir a la vereda. Tengo el número de su casa. Claro, puedo llamar directamente a su casa, hablar con su madre, por primera vez, contra los deseos de ella, hablarle y decirle "necesito que despierte a su hija, tengo una entrada que es de ella, y el recital está por empezar. Entre a su pieza, dígale que me llame". ¿Podré hacerlo? Sí, es la única solución. ¿Se enojará ella después? Es probable. Entro otra vez a la casa, le digo a Ezequiel que nos tenemos que ir. Salimos, empezamos a caminar, le pregunto si llamó a Leandro, me dice que le mandó un mensaje de texto. ¿Y qué te dijo, qué le dijiste? Es un imbécil, le mandó una especie de cita a una canción que nos gusta, el otro no va a entender que-- ¿Por qué no lo llamaste? Ayudame un poco, no puedo hacer todo yo... ¿Qué hora es? Falta una hora para el recital. Ni siquiera nosotros vamos a llegar, y no sé dónde es. Es decir, tengo la dirección, pero no sé cómo llegar. Y no tengo la guía encima. Pará, esperame, tengo que volver a entrar. Esperame acá, y llamalo a Leandro. Vuelvo, agarro mi bolso, donde está mi guía, vuelvo a salir. Una vez afuera, busco la dirección. Está en las entradas. ¿Y dónde dejé las entradas? Estaban en el libro que tenía en la mano, cuando fui a buscar el bolso lo dejé en la mesa del living. Vuelvo entonces, pensando "no llegamos más, y todavía tengo que llamar a Laüra, ¿y Gona? ¿Alguien le avisó?". Salgo corriendo, tenemos que lleg


Las pesadillas de las siestas son las peores.

lunes, 19 de marzo de 2012

Dominó

  Así como lo veo, tengo dos opciones. Una es dormir en el living. Tirado en uno de los sillones (el sillón en el que siempre está la perra, lleno de sus pelos y parásitos), debajo del aire acondicionado, quizás cubierto con una sábana, para no dejar mucha piel al descubierto, quizás también con la luz encendida, para poder vigilar mis alrededores y usar como aliada la fotofobia. Esto implicaría una noche larga y tortuosa, sin un segundo de tranquilidad. Una jornada laboral marcada por el cansancio y el dolor corporal. Y, quizás, batallas con cucarachas, el enemigo que, justamente estoy queriendo evitar. Existe también la posibilidad de sumar al combo la presencia de lauchas. Sí, es una posibilidad. La otra opción, sería tomarme un remis, llamar a casa de mis padres y decir que voy a dormir allá, sí, a esta hora, no, no pasó nada, quedate tranquila, una cucaracha nada más, sí, que me pasó una cucaracha voladora por enfrente y no la pude matar, no la volví a encontrar pero sé que está en la pieza, y ahora no puedo dormir ahí. Quizás, lo mejor sería evitar tantas explicaciones. No son explicaciones. Son casi una invitación a recibir el trato de "pelotudo" o de "cagón" que siempre parezco aceptar con tanta naturalidad. Sea como sea, la noche se cagó. Por segunda vez consecutiva. Pero, justamente, si sobreviví al estrés (cagón, sos un cagón) de anoche, lo de hoy no es nada. ¿Qué es una cucaracha? Aparte, hoy es domingo. ¿Qué sería un domingo sin que me camine una preciosa cucaracha por encima? Vino ocurriendo las últimas tres semanas, no sé qué es lo que me pone en este estado, ya tendría que estar acostumbrado.
  Entonces: tengo que dormir. No tengo un lugar cómodo para hacerlo, aunque eso viene siendo así desde hace más de un año. Tengo que pasar esta noche sin lograr que esta furia, que esta enorme frustración que me invade se salga, porque, ¿dónde depositarla? ¿Qué romper, si nada acá es mío? Lo único que poseo es mi cuerpo, y ya hace tiempo que vengo haciéndolo mierda, mi cara es un enorme mapa de mi frustración. ¿Por qué, por qué estas ganas de llorar? ¿Por qué me siento como la peor de las mierdas? ¿Por qué no puedo ser menos como yo y más como cualquier otro? Mi ánimo es como una gran construcción de fichas de dominó, esperando que llegue la cucaracha que tire todo a la mierda, y así estoy ahora.
  Estoy cansado. Estoy muy cansado. Estoy cansado de hablar y que nadie escuche lo que intento comunicar. Estoy cansado de que me hablen y de contestar siempre cualquier gansada, porque no entendí. Estoy cansado de mi cuerpo y de sus necesidades. Estoy cansado de estar cansado, y de que me pregunten "¿por qué estás tan cansado?". Estoy cansado de tener que escribir esto, una y otra vez. Estoy cansado de estar, de tener que llevarme encima adonde quiera que vaya, de no poder olvidarme ni un segundo de quién soy (de quién creo que soy, de quién me hicieron creer que soy).
  Mañana será otro día. Tendré que comenzar a construir mi ánimo y mi persona desde cero. Alguien quizás me ayude. Quizás pueda convencerme de que no, de que no soy sólo una gran cantidad de fichas de dominó amontonadas en el suelo, sino que también soy una estructura en constante cambio y crecimiento, no muy majestuosa, pero sí mínimamente especial, con tanto valor como cualquier otra persona (o como la mayoría), una estructura que ella (siempre es ella, siempre) alcanza a apreciar. Si tengo suerte, quizás hasta me diga que me quiere.

domingo, 11 de marzo de 2012

Elogio de la constancia

  "Peluquería canina a domicilio". Hasta tiene el dibujito de un perrito y una especie de secador de pelo apuntándole. Pobre perro... ¿Pobre? Sí, pobre. No: pobre tipo. Sí, pobre el tipo que vive con esa mina, porque es una mina, que llama a la peluquería canina a domicilio para su perrito. Nunca entendí cómo es que los amantes de los animales, esas personas que siempre están hablando bien de las diferentes especies de mascotas que puedan ocurrírsele, que sienten hasta el más pequeño dolor por el animalito de turno, y que generalmente se cagan en sus congéneres, porque además siempre tienen plata, y siempre desprecian a la gente, y siempre a la gente que tiene menos que ellos, entonces, nunca entendí cómo es que estas personas siempre están tratando de humanizar a sus mascotas, en vez de dejarlas salvajes, impolutas. Hay algo ahí contradictorio, ¿por qué te llevás al bicho a dormir con vos? ¿Por qué le pagás un peluquero? ¿Por qué le ponés un pullovercito? ¿Por qué, si todo lo bueno que tiene tu perro es que no es una persona?
  Quizás exagero, siempre lo hago. Estoy tocando de oído, debo estar equivocado, lo importante es que no entiendo. Eso. No entiendo. "Peluquería canina a domicilio". ¿Y quién es el que hace eso? ¿Es un amante de los animales? ¿O un oportunista? ¿O alguien que hace eso por hacer algo, porque siempre hay que hacer algo, en este mundo tenemos que hacer algo, ojalá pudiéramos salir a pasear y acostarnos en la cama de esa señora que nos hace la comida y nos abriga y nos paga el peluquero a domicilio? Quizás haya algo ahí noble, sí, una persona que le corta el pelo a los animales, que va y se mete en las casas a hacer eso que, si no lo hace él, no lo hace nadie más. Quizás el perro esté más feliz con su pelo recién cortado. Quizás Dios, con su diseño inteligente, haya hecho que el pelo de los perritos crezca en detrimento de la comodidad de los mismos, y, para mantener el equilibrio de su perfecto universo, haya creado otra especie, una especie con individuos cuya misión sea la de buscar la comodidad de los primeros, yendo de casa en casa cortándoles el pelo, movidos por una fuerza interior inquebrantable. Tiene métodos misteriosos, ya lo sabemos. Quizás Dios sea un perro. No, Dios es Dios, él es todo, pero los perros son sus criaturas favoritas, hechas a su imagen y semejanza. O los gatos. O los hipopótamos. Quién sabe...
  Pero no es eso lo importante, no. No es eso lo que me llamó la atención del cartel de "Peluquería canina a domicilio". Lo que me llamó la atención es que el cartel es un cartel de chapa, y está clavado al poste. Quizás lleve allí años. Es un señor cartel. No es una fotocopia pegada con voligoma, o con cinta scotch. No. Esta persona, el estilista canino con movilidad propia, quiso asegurarse de que su oficio sea conocido por cada persona que se acerca al poste a intentar averiguar cuáles de todos los colectivos que pasan por la avenida paran acá. Todos esos carteles, los de las líneas de colectivo, eran de papel o plástico. Y de ellos sólo queda algún dígito, alguna parcialidad con cierto color que, el ojo habituado a viajar por Zona Sur sabrá descifrar. Miles de personas se pararán en esta esquina a mirar qué colectivos frenan aquí. Y será difícil que lo descubran. Sin embargo, todos ellos sabrán del famoso peluquero canino a domicilio, porque él se tomó el trabajo de mandar a hacer (¿o quizás él lo hizo?) y enchapar un cartel. A color. Con dibujitos. Y dice "Peluquería canina a domicilio".
  Tamaño esfuerzo es admirable. Esta persona está brindándose, lo suyo es un servicio. Ojalá ese espíritu estuviera presente en la gente que maneja el asunto de los carteles del transporte público. Ojalá todos hiciéramos lo que hacemos con esa convicción, con ese deseo de atrapar la atención de todos.
  Pero... hay algo que no me cierra. Algo que anula todo lo anterior. El teléfono al que hay que llamar para pedir el servicio, está borrado. No se alcanza a leer los dígitos del medio, me sería imposible conseguir un peluquero a domicilio para mi hermoso perro. No es que quiera hacerlo, de hecho, nada está más alejado de la verdad, los pelos de mi perro son increíbles, hermosos, tiene unos bucles sólo comparables a los rulitos de mi sobrina. Pero no me deja tranquilo la idea de que ese cartel de chapa, combado para ajustarse a la anatomía del poste de luz, clavado a éste con toda profesionalidad, presente allí desde quién sabe cuándo... es inservible. ¿Cuántos de estos carteles hay por la ciudad? ¿Los hizo el estilista, o un chapista (no se me ocurre de qué otra manera llamarlo)? ¿Nadie se encarga de vigilar su estado? ¿Nadie hace un mantenimiento de estos cartelitos? ¿Es que el chapista no posee, acaso, la misma pasión que mueve al estilista canino? ¿Es que el estilista canino ya no se preocupa por que la gente sepa a qué número tendrían que llamar para contactarlo? ¿Acaso habrá desistido? ¿Administra ahora un kiosco? ¿No puede hacer las dos cosas? ¿Se murió? ¿Se murió el chapista? ¿Su hijo no sigue el negocio familiar? ¿O lo hace, pero así nomás, mucha bola no le da porque en realidad él quiere ser representante de gente del espectáculo, y tiene unos amigos que tocan en una bandita y ya hicieron unos mangos con unos cumpleaños de quince, que no han sido la gran cosa pero que les permitió encamarse con unas minitas no tan borrachas como ellas luego señalaron? Son muchas preguntas. Hay un número de teléfono completo que sí se puede ver, es uno chiquitito, en la base del cartel. Creo, más bien, que es el número del chapista, no del estilista, porque hay dos, hay un estilista y un chapista, eso ya lo decidí, quizás uno esté muerto y otro tenga un hijo, eso está por verse. En fin, no hay nada en este momento más que ese número de teléfono al que me muero por llamar, pero, ¿cómo explicar para qué llamo? ¿Qué es lo que quiero averiguar?
  Quizás sólo quiera hablar con alguien. Quizás sea este domingo, esta espera por el primero de los colectivos que tendré que tomar, esta soledad. Pero hay todo un mundo detrás de esos tres o cuatro números invisibles, con todos los perros que ya no podrán ser acondicionados y con todas las minitas que los pibes de esa bandita intentarán cogerse.

lunes, 27 de febrero de 2012

La misma piedra

  - Ale... ¿qué hacés acá?
  ¿Qué hacía ella ahí? Sonreí, me parecía una sorpresa agradable, pero en su cara vi que, para ella, no era así. Tanto tiempo sin vernos, tanto cariño nos profesamos, tanto valor le damos a nuestra amistad, ¿por qué esa cara, al ver que la suerte nos une, cuando vernos nos cuesta tanto?
  - ¡Nati! ¡Qué bueno verte!
  Intento abrazarla, lo hago, pero antes de perder de vista su rostro compruebo que esa expresión de disgusto sigue ahí. ¿Por qué? Qué fácil que es encontrarle una respuesta, he nacido (no, no es genético, no "he nacido", sino que "he sido educado") para deslizarme eternamente por esa espiral excrementicia, fácilmente me digo que no somos realmente amigos, que por eso no nos vemos, que ella no me soporta, que me considera un imbécil, justamente ella, tan inteligente, tan centrada. ¿Cómo va a ser mi amiga, cómo puede quererme, cómo puede siquiera soportarme, cómo puede verme ofreciendo (imponiendo, más bien) mi abrazo sin dejar que el asco y la desidia se dibujen en su bello rostro?
  Pero no. Rápidamente, rearmo mi estructura psíquica, no me deslizo por ese tobogán tan bien conocido, tantas veces explorado. Ella es mi amiga, siempre lo será y jamás lo pondré en duda.
  - Pero, Ale... ¿a qué viniste?
  La obviedad de la respuesta me hace pensar que no entiendo la pregunta. Quizás algo se me escape.
  ¿Qué hago ahí? ¿A qué fui? ¿Me lo pregunta sabiendo que es una ocasión especial, que yo jamás salgo y que mi presencia allí, en una firma de libros, un evento que realmente me desagrada, obedece a un episodio de importancia en mi vida?
  - Vengo, como todos, a conocer a Marylin.
  El salón está lleno, estamos en un hermoso hotel, y por "hermoso" podría haber dicho "obscenamente costoso", pero no hoy. Hoy es un buen día. Natalia todavía me mira alarmada, pero yo sostengo mi sonrisa, mi optimismo. Hoy, por primera vez en mucho tiempo, estoy contento. Esperanzado. Y gracias a Marylin. La gente comienza a aplaudir y gritar. Natalia intenta decirme algo pero no puedo oírla, e instintivamente volteo mi rostro hacia el lugar desde el cual proviene el bullicio más importante. Marylin está por aparecer. Finalmente.
  ¿Cuánto tiempo esperé para conocerla? Depende. Dos meses, si contamos desde el momento en que ella publicó su novela, que leí instantáneamente. Y lo confieso avergonzado, porque el libro me hechizó desde que lo tuve en mis manos, al tomarlo del escaparate de esa pequeña librería donde suelo ir cuando pareciera que ya no hay lugar para mí en este mundo más que el de la ficción literaria. Así fue. Deprimido, solo, sintiendo el hedor de esa caída sin fondo que es la autocompasión, su título me llamó. "Nadie". No sólo el título de la novela, sino su autora. Marylin. Nadie. Un seudónimo, una máscara. Ningún dato, ninguna foto. Un salto al vacío, ninguna referencia, ni siquiera podía elegir confiar en la editorial que publicaba la obra, ya que no la conocía. "Nadie". Casi un grito solitario, un pedido de ayuda. Mi grito.
  Entonces: ¿cuánto tiempo esperé para conocerla? Quizás un año, momento en que me separé de mi primera y única novia. Momento en el cual entendí que estaba solo, que todo había sido una farsa, que realmente nadie había llegado a entenderme, que no podía relacionarme con nadie. Nadie, nadie, nadie. Que esa persona a la que creí amar, en realidad no me entendía, no me apreciaba, y ya no me soportaba. ¿Quién entonces? ¿Había gente en el mundo capaz de escucharme, de entenderme, de estimularme? Aquello había terminado tan mal... Con un sabor tan amargo. Años de relación en el cual las palabras se agotaron, ya no quedaba nada más por decir. ¿Cómo volver a hablarle a alguien, cuando ya se había dicho todo, y todo eso había muerto? ¿Cómo volver a confiar, si después de cinco años esa persona con la cual pensaba que tenía el mejor vínculo posible prefirió desecharme, descartarme de su vida? Y lo único que me quedó de aquellos cinco años, fue Natalia. La amiga en común. Natalia y su apoyo incondicional.
  Natalia y su expresión de desconcierto, de molestia. ¿Por qué? Justamente ahora, Nati. Ahora que quiero decirte "sí, tenías razón. Voy a poder conectarme con alguien otra vez. Hay gente capaz de entenderme, hay gente cuya sensibilidad me conmueve. Está Marylin. Y vine a conocerla, salgo de mi soledad y de mi depresión. Vine a conocer gente, Nati, como siempre me pedís". ¿Por qué esa cara, Nati? Pero no importa, la gente aplaude, la gente grita. Y allá, al otro lado del salón, una hermosa muchacha sube al improvisado escenario. Es Marylin. Y entiendo la cara de desconcierto de Nati, entiendo todo eso que no era asco, ni desprecio, ni ninguna de esas cosas que siempre temo despertar. Era lástima. Porque Marylin es, efectivamente, una persona capaz de comprenderme. Es la persona que mejor llegó a conocerme. La persona cuya sensibilidad me conmovió, pero que decidió descartarme de su vida. Nuestras miradas se encuentran, en un segundo que ojalá no hubiese existido. Y en su cara sí leo el desprecio, el asco, pero también algo de lástima. Los aplausos siguen sonando cuando atravieso la puerta y la lluvia me recibe con los brazos abiertos. No podía ser de otra manera.

viernes, 24 de febrero de 2012

Cuentos de caballeros psicoanalizados y hadas histéricas, 2da entrega: el camino de sangre


  Sir Lawrence y Sir Edward volvieron a la torre dos semanas más tarde, en lo que fue el primer momento libre que tuvieron para descansar de la horrible guerra que mantenían con los orcos de la Llanura pestilente. Partieron del campo de batalla directamente hacia los dominios de la princesa, prefiriendo sacrificar el único momento que tenían para ver a sus familias y afectos. Eso había sido decisión de Sir Lawrence, el que verdadera e inútilmente amaba a Valentina, y el que perseguía una vida de sacrificios y desafíos. Sir Edward no estaba convencido, pero era el turno de su amigo por intentar rescatar a la princesa, así que le pareció correcto que aquél determinara el cómo y cuándo.
  - ¡Hermoso caballero! ¡Mi cuerpo reclama vuestras caricias, pues mi tormento no es el de la soledad y el aislamiento, sino el tremendo dolor de no teneros a mi lado! ¡Vuestro enigmático rostro ilumina mis más vergonzosos sueños, pero es allí donde todo nos es permitido, y también lo será en nuestro lecho matrimonial, si tan sólo subieseis a ofrecerme tu corazón y aceptar el mío! Mas, ¡apurad el paso! ¡Las llamas en mi vientre consumirán pronto mi habitación, y no habrá más que cenizas de un amor no consumado para recibiros!
  El apasionado discurso de Valentina ofendió un poco a Sir Edward, que pronto comprendió que allí había un marcado favoritismo. Sintió celos, y deseó el fracaso de su mejor amigo, aunque inmediatamente sintió culpa por sus infantiles sentimientos y, con su fuerza de voluntad, se obligó a sentir lo contrario. A fin de cuentas, ¿cuál de los dos realmente amaba a la princesa? Todo encajaba, y cuanto antes reclamara Sir Lawrence a Valentina, antes podría visitar Sir Edward a su prima Lorianna. Qué hermosa y delicada era Lorianna...
  - Allí voy, princesa mía- contestó Sir Lawrence, con su potente voz de bajo y, acto seguido, se persignó.
  Comenzó a atravesar los pantanos del linde oriental de la torre, con su escudo en alto pero su espada envainada. No lastimaría a ninguna criatura que se cruzase por su camino, eso ya lo habían aprendido. Así que cuando tres ogros se abalanzaron sobre él armados con garrotes gigantes, Sir Lawrence hizo uso de su gran repertorio de fintas, ridiculizando a los ogros que no podían atinar más que golpes superficiales. Luego de diez minutos de esa resistencia pacífica, dos de los tres ogros habían decidido sentarse a descansar, frustrados por la pericia de Sir Lawrence, conocido campeón de los salones de baile de toda la comarca. Pero el último parecía incansable. Luego de un error de cálculos por parte de nuestro héroe, el ogro consiguió asirlo del brazo derecho, y retorciéndolo, lo arrancó de cuajo. Sir Lawrence cayó de rodillas vencido por el dolor, y el corazón de Sir Edward, espectador impotente, sufrió un vuelco. El ogro lo tenía ahora a su merced, pero tanto esfuerzo físico lo había dejado extenuado y hambriento, así que se entretuvo devorando lo que pronto dejó de ser el brazo más temido por las huestes del mal. Sir Lawrence aprovechó esa oportunidad para seguir avanzando hacia la torre, esperando perder la menor cantidad de sangre en el camino, pensando en el bochorno que le significaría desmayarse frente a su futura esposa.
  Ya no había escalera para llevarlo hasta la puerta de la habitación de la princesa, así que debió escalar, con una sola mano, piedra a piedra, palmo a palmo, doscientos metros luchando contra la gravedad y su desangramiento.
  Cayó la noche y las estrellas iluminaron el reguero de sangre que, a la distancia, marcaba el ascenso de Sir Lawrence. Habían pasado dos horas desde que había comenzado a escalar la torre, y Sir Edward miraba atónito, casi sin respirar. Lo vio llegar hasta la puerta. Lo vio golpear con su única mano. Lo vio gesticular ampulosamente, como buen orador que era. Lo vio entristecerse. Tanto lo conocía, que aún viendo su lejana figura envuelta en placas y placas de armadura podía determinar sus estados de ánimo. Lo vio gesticular aún más. Lo vio avergonzarse. Lo vio perder el conocimiento y caer hasta la base de la torre. Lo vio, horas más tarde, arrastrándose a su encuentro, aún marcando su camino con sangre.
  - Os llevaré con Mephisto para la curación, noble caballero. ¿Deseáis compartir con tu viejo amigo lo acaecido en la torre?
  - Oh, Sir Edward... No sé si es por toda la sangre que he perdido, pero no alcanzo a comprender la situación. Al llamar a la puerta, la princesa contestome que pasase otro día, que al despuntar el alba debía realizar ciertos encargos para su señora madre. Me habló de plantas que precisaría regar, prendas que tendría que perfumar, sobres que debería sellar. Que pasase otro día, ¿comprendéis? Acudí a su llamado, ¿verdad? ¿Cómo puede pedirme tal cosa? Intenté explicarle que había acudido allí para rescatarle, que su rutina diaria ya no importaba, y que todo ese amor que me profesaba por fin podría encontrar un cauce... Pero no. Insistió con que pasase otro día. ¡Incluso mencionó que el estado de su pelo era calamitoso, que estaba haciéndome un favor!
  - Callad, malogrado amigo. Mephisto reconstruirá vuestro brazo con sus artes, veréis que todo irá bien.
  - Que pasase otro día... Que pasase... otro día...

(con esas desesperanzadoras palabras culmina "camino de sangre", el segundo pergamino de las "Andanzas de Sir Lawrence y Sir Edward; de la princesa Valentina y su madre y su analista; de Sir Garald y la princesa Clementia; de Sir Gjoffständ, el jinete de dragones; de Mephisto, el hechicero; de Pinzón, el honorable juez de Salamea; y del escriba Alexandros, el más bello entre los hombres sabios". Continuará...)

jueves, 23 de febrero de 2012

Fiel (elogio de la soledad)


  Hay dos libros. En uno se escriben las cosas buenas, en el otro las cosas malas. A veces, un mismo hecho se escribe en los dos libros, desde puntos de vista diferentes, o haciendo hincapié en uno u otro aspecto. Pero la mayoría de las veces, las entradas en cada libro están bien diferenciadas.
  En este momento, en esta situación, se suele dar que el libro de las cosas buenas es un libro de palabras, un libro de ideas abstractas e impracticables, un libro de preciosas sentencias incomprobables, muy parecidas a mentiras ya conocidas, de tus vidas anteriores o de vidas ajenas. El libro de las cosas malas, en cambio, es un libro de acciones, de hechos. O, más bien, de la falta de los hechos que acompañarían a las palabras del libro de las cosas buenas, de la omisión de cualquier indicio de que esas palabras bonitas tienen un lugar en la realidad. Aunque, seamos sinceros, también hay hechos en el libro de las cosas buenas, así como también hay palabras en el libro de las cosas malas. Y qué palabras, madre mía. Las más pesadas, las más dolorosas que oíste en tu vida. Las más ciertas, también. Porque no hay razón alguna para que esas palabras, para que esas cosas malas, sean mentira. Las palabras bellas, las buenas acciones... siempre es fácil desconfiar de ellas. Pero el libro negro es irrebatible.
  Los dos libros conviven, a la fuerza, son el agua y el aceite, pero ocupan la cabeza de su autor. Éste enloquece, porque jamás entiende el rompecabezas. No pueden formar parte de él todas las piezas. Hay que desechar algunas. Hay que separar la mentira de la verdad. ¿Y cómo puede hacer eso alguien que nunca miente? Y es entonces que el autor entiende que es todo su culpa. Que confía siempre de más, que cree que cuando le dicen "A" le están queriendo decir "A" y no "G", que no entiende su entorno. Es él el que conjura los dos libros, con su manera poco urbana de relacionarse, es él el que empuja a la gente ("la gente", porque el universo se divide en dos, sólo está habitado por dos conciencias, la propia, y la de esa entidad amorfa e infinita llamada "la gente") a mentirle, a inventar explicaciones para cosas que no se preguntan, es él el que fuerza las situaciones para que le digan "A" cuando es bien sabido que lo que hay ahí es "G", quizás algo más que "G", pero nunca "A".
  ¿Debe el autor aprender ese otro lenguaje? ¿Debe aprender a mentir? ¿Debe aprender a no creer los halagos protocolares, los cumplidos de compromiso? El autor se siente desdichado, siente que no puede conectarse con nadie, que nadie lo entiende y que él no entiende el lenguaje que el resto de la gente intenta utilizar para comunicarse con él. Se siente fuera de lugar. Pero este no es su lugar, realmente. Ese no es su lenguaje. No le gusta este lugar, no le gusta ese lenguaje. ¿Debe adaptarse? ¿Es preferible estar adaptado a estar solo? ¿Es preferible masticar y vomitar toda esa falsedad a la ascética soledad? Los dos estados son angustiantes. Uno es sincero y noble, el otro es práctico y convencional. Uno se inscribe en el libro de las cosas buenas, el otro, en el de las cosas malas.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Déjà vu

  Camila estaba lista para salir, tenía ya la cartera sobre su hombro y las llaves en su mano. Abrió la puerta de su departamento, mientras todavía pensaba en si llevar un paraguas o no. Decidió esperar unos segundos más en el umbral a que la decisión llegara sola. No estaba apurada. La radio encendida despedía los últimos compases de una cursi canción de amor de los ochenta, con su característico y poco original fade out. Pensó que cabía la posibilidad de que el locutor, al terminar el tema, diera el pronóstico meteorológico para la noche. Y viéndose en el umbral, lista para abandonar la casa, se preguntó por qué dejaba la radio encendida. Sabía la respuesta, pero dejó que el hilo de pensamientos se dibujara en su cerebro. Dejaba la radio encendida para no dejar su casa en silencio, para que los vecinos no pudieran adivinar que estaba ausente, para que cualquier persona, al pasar por debajo de su ventana, creyera que el departamento estaba ocupado, para desalentar a los posibles ladrones que pudieran presentarse, para continuar una práctica que su padre le había enseñado a todos sus hijos. Y así, antes de que la canción terminase, se encontró en el umbral de su puerta pensando en su fallecido padre. "Viejo querido..." pensó. Sintió una tristeza y una nostalgia muy fuertes, poco usuales. Se preguntó (porque ya lo había decidido, aquella sería una noche de preguntas) a qué se debería el cambio repentino de humor, a qué se debería que el recuerdo del padre pudiera afectarla tan rápida e intensamente.
  - Son las 23 horas en toda la ciudad de Buenos Aires, y esta es una noche especial. El cielo se ha despejado, empieza el fin de semana y hay mucho amor en el aire, ¿no lo sienten? Tenemos una canción muy especial, dedicada a Camila. Camila, espero nos estés escuchando, porque alguien, como diría Charly, alguien en el mundo piensa en vos.
  Antes de que el locutor terminara de decirlo, la canción que simbolizaba la relación entre Camila y su padre ya estaba sonando. Una canción vinculada al recuerdo más vívido que ella poseía de su padre, una canción que tenía ese significado sólo para ella. Las llaves cayeron al suelo, seguidas por la cartera. "sont des mots qui vont très bien ensemble", y sus rodillas cedieron, cayó arrodillada al suelo, llorando. Se veía a los seis años, subida a los pies del padre, jugando a que bailaba con él, los dos abrazados, sintiendo el olor a cigarrillo en la ropa de él, hundiendo la cara en su pullover y cerrando los ojos, dejando que el "oh, what you mean to me" la inundara de esa emoción que no le estaban dando esas palabras todavía desconocidas, sino que las obtenía de otro lenguaje.
  Había viajado en el tiempo, esa canción había derrumbado toda su percepción de la realidad, su conciencia estaba atrapada en ese recuerdo, y no retorciéndose a los llantos en el frío suelo de su departamento. Ella era una niña, o tan sólo era el dolor por no ser ya esa niña, pero estaba ausente, totalmente desconectada de su presente.
  Afuera, un colectivo embestía el banco que oficiaba de parada en la esquina, a treinta metros de la ventana de Camila. La batería de estruendos que acompañó dicho accidente alcanzó para romper el hechizo que la mantenía atada a su dolor, paralizada en esa evocación involuntaria. El locutor comenzó a presentar otro tema, todo seguía su curso normal. Camila se acercó a la ventana, todavía confundida, a observar el colectivo que pensaba tomar, estrellado contra el banco en el que pensaba sentarse a esperarlo. Todo era irreal, nada tenía sentido. Y en esa noche de preguntas, algunas horas más tarde comenzaría a relacionar la canción de la radio con el accidente.

  "Cuando le diga se va a caer de culo", pensaba. Subía las escaleras relamiéndose, en anticipación por la conversación que iba a tener con su mejor amigo. "Jessica, esa piba hermosa que conocimos en la secundaria. Sí, me encontré con Jessica. Vive acá a la vuelta, a dos cuadras de donde vivimos nosotros. Vive sola, no vive con un tipo, está sola, no sale con nadie. Y me preguntó por vos. ¿Entendés?". Sí, se iba a caer de culo...
  - ¡Fernando! Boludo, a que no sabés con quién me encontré.
  Fernando estaba sentado frente al monitor de su computadora, totalmente quieto. Ni siquiera parecía respirar.
  - ¡Eh! Fer, ¿me escuchás?- se acercó a su amigo, todavía excitado, y lo obligó a mirarlo, girando su silla- ¿Sabés a quién me encontré recién?
  Fernando lo miraba a los ojos, pero completamente ausente e inexpresivo.
  - A Jes-- a Jessic-- a Jes-- a Jessica- contestó finalmente, sin pestañear, pero con grandes problemas para hablar.
  Martín se quedó boquiabierto.
  - Pero, ¿cómo puede ser...- comenzó a indagar- ¿Ya la habías visto? ¿También te la encontraste? Pero ella no sabía nada de vos, se sorprendió cuando le dije que vivíamos junt--
  - Vivo en Rivadavia al 2000- lo interrumpió Fernando, parándose violentamente y siempre con la mirada ausente-. ¿En serio vivís acá nomás? ¿Con Fernando? ¿En serio? ¿Y cómo está?
  Su voz era impersonal, carecía de tono, y sus palabras eran exactamente las mismas que había pronunciado Jessica, o, más bien, eran las que recordaba Martín, deseoso de comunicarlas.
  - ¿Me estás jodiendo, Fernando? ¿Qué es esto?
  Martín estaba enojado, pero pronto abandonó el rencor de creerse objeto de burla, ya que la nariz y el oído izquierdo de Fernando comenzaron a sangrar, y éste perdió el conocimiento. Una hora después yacería sin vida en la camilla de una ambulancia.

  - Sentate encima mío- le ordenó.
  Las órdenes la excitaban, y a él lo excitaba que ella cumpliera sus órdenes. Acariciaba su espalda mientras ella le daba pequeños y lentos besos en el cuello. La espalda de Julia lo enloquecía. La curva con la que la espalda se convertía en la cola era su lugar favorito en todo el universo. Paseó sus manos por ahí hasta llegar a sus nalgas. Buscó con su boca la lengua de ella, y la encontró, y la aprisionó. Ella siempre cedía a ese juego, y él se perdía en su boca, en su lengua, en su aroma, en su sabor.
  Le quitó el corpiño.
  - Sacate la bombacha- le ordenó.
  Julia obedeció.
  - Sentate encima mío.
  - Despacito- pidió ella.
  Eso también lo excitaba. Suavemente, se deslizó dentro de ella. Sus leves gemidos lo desestabilizaban, casi que no podía controlar su ritmo, evitar morderla. "Despacito, más adelante" se decía. Con los ojos cerrados, seguía acariciando su espalda.
  - Ay, Julia, estás tan buena- le susurró al oído. Siempre después de decirle algo así se sentía un imbécil, se arrepentía, pero debía decírselo.
  - Me gustás tanto, Julia.
  Julia comenzó a moverse con él, mientras se aferraba con sus uñas a su espalda.
  - Sí, rasguñame- pedía él.
  Romina comenzó a chuparle los pezones. Tenía los pezones muy sensibles, pero ella había sido la única en reparar en eso. Mientras cogía con Julia, sentía cómo Romina le chupaba los pezones. Sentía las voluminosas nalgas de Romina en sus manos.
  - Ay, Romina.
  Julia se detuvo instantáneamente.
  - ¿Romina?
  Abandonó la silla que compartían, encendió la luz, y comenzó a vestirse.
  - Andate- le dijo-. Andate y no vuelvas, cerdo.
  No había nada que pudiera decir. La conocía, lo que había hecho era imperdonable. Pero también era lógico, y natural. Era Romina. Estaba cogiendo con Romina. No entendía muy bien cómo ni por qué, pero había sido así.
  - Perdoname, no te pongas así por una boludez- le dijo mientras se vestía-. Me voy a ir, está bien. Pero no te pongas así porque fue una boludez. Sabés que estoy fumado, no exageres.
  - Callate y andate. Tarado.
  Tarado. Imbécil. Cerdo. Ella no podía entender el error porque jamás caería en él. Jamás lo llamaba por su nombre. Ni siquiera usaba apodos cariñosos. Nunca. Era llamativo, y casi una muestra de virtuosismo, pero se las arreglaba para estar con él sin tener que pronunciar jamás su nombre.
  En eso estaba pensando, tratando de invertir los roles de la situación, mientras caminaba de regreso a su casa. Pero Romina volvió a acometer contra sus pezones, y tuvo que dejar de caminar. No entendía qué ocurría, pero era obvio que ahora Romina lo miraba a los ojos mientras descendía hacia su vientre, y sin usar las manos, se llenaba la boca. No entendía qué pasaba, pero a pesar de todo, parecía natural y lógico que sus piernas dejaran de responderle y que tuviera un orgasmo allí mismo, tendido en medio de la calle.