lunes, 28 de noviembre de 2011

Hay que rallar el queso

  Resulta extrañísimo, pero todo empezó (o más bien terminó) con el inocente, ordinario, doméstico e intrascendente comentario "hay que rallar el queso". Eso me dijo ella, desde la cocina, donde preparaba los fideos que, finalmente, no comeríamos. Yo estaba, en ese momento, sentado frente a la chimenea, ocupado en la lectura y la relectura de "Funes, el memorioso", del enorme primer tomo de las obras completas de Borges. Un cuento brevísimo y deslumbrante, como gran parte de su obra. "Mmm", contesté, y apuré la lectura, calculé mientras atravesaba los párrafos cuánto es que me faltaba, y comparaba la hermosura de las palabras leídas con la hermosura de las que debía leer antes de terminar. La idea de rallar el queso se encontraba ahí, luego del magnífico desenlace, esperando por ser protagonista. Y ella, ella esperaba en el umbral de la puerta de la cocina. Observándome. Juntando el valor, calculo yo, para pronunciar las últimas palabras que oiría de su boca, después de siete años de... de muchas cosas, de muchos estados, de muchos modelos de relación, de muchos sentimientos, pero que se podría resumir diciendo, simplemente, que fueron siete años en que fuimos las personas más importantes tanto para uno como para el otro. Siete años de idas y vueltas, de angustia y éxtasis, pero siete años de nosotros. Palabra que ya no volvería a significar lo mismo, al igual que nuestros nombres. ¿Qué entendería ella por Alejandro, a partir de esa noche? ¿Qué entendería yo por...? Estoy perdiendo el hilo, estoy olvidando mencionar lo que ella dijo.
  "¿Te acordás cuándo comenzaste a leer a Borges? Fue cuando empezábamos a salir. Vos leías en el colectivo, y me mandabas extractos todo el tiempo, y yo te respondía, y te interrumpía, pero eras vos el que interrumpía tu lectura, porque tantas eran tus ganas de hablarme, de compartir cosas conmigo, que... ¿cómo era que me habías dicho? Algo así como que ni siquiera Borges, con todo su talento para describir tus obsesiones, podía reemplazarme en tu mundo interno. ¿Y ahora? Ahí estás. Leyendo. Yo te hablo, te pido algo, estoy acá... y vos ahí. Leyendo. Llegó el momento en que Borges es más importante que yo."
  Recuerdo haberla mirado, y sonreído. Recuerdo haber sentido una ternura y un amor incalculables, sentimientos que sólo habían ido en alza en esos siete años. Recuerdo haber abierto la boca, listo para explicarle que me sorprendía y me divertía que pudiera pensar eso, siendo otra la realidad, cuando entendí el verdadero sentido detrás de sus palabras. De mis palabras, en realidad, porque esas palabras no eran suyas. Como el imbécil egocéntrico que soy, estuve a punto de ignorar el hecho de que ella no estaba diciendo algo que pensaba, sino algo que sabía que tenía que pensar yo. Estuve a punto de ignorar que mi interlocutor, en realidad, era una parodia de mí mismo (quizás, por estar tan acostumbrado a hablar solo). Su cabeza nunca funcionó así, jamás tuvo nada que reprocharme y jamás dudó de mi amor, aún cuando, en ocasiones, intenté que lo hiciera. Esa inseguridad, ese reproche infantil, esa exageración y manipulación de cosas aisladas para convertirlas en un indicio de algo mayor e innegable, me eran propias. Esas eran mis palabras, las palabras que, habiendo pasado siete años, había elegido no pronunciar. Y entonces todo mi mundo se trastocó, todo a mi alrededor se reacomodó, remedando el efecto de esas ilusiones ópticas que revelan su naturaleza luego de pasado cierto tiempo.
  ¿Y qué vi? Mis libros. Mis libros que a ella ya no le interesaba leer. La clara división entre mis libros y los de ella, antes, parte del mismo grupo.
  Mi guitarra. Sola, apoyada contra la pared. Ya no recordaba la última vez en que ella me pidió una canción. Tampoco, la última vez que vino a verme tocar con mi banda.
  Mis cuentos. Había sabido ser su única lectora. Ahora, ya ni era la primera, y en algunos casos ni siquiera llegaba a ser lectora.
  Nada pude responder. Inmensamente triste, me levanté y comencé a juntar mis cosas. Ella se sentó mirando el suelo, sin prestarme atención. Los fideos se pasaron.
  Cuando tuve mi bolso listo con lo indispensable, me detuve, antes de partir, a contemplar el primer tomo de las obras completas de Borges. Lo tomé, y lo reuní con sus otros tres hermanos... Pensé en lo que me costó comprarlos. Pensé en cómo, entre las pocas posesiones que tenía, eran de las más valiosas. Y las tiré en la chimenea. Dejé que el fuego las envolviese, y dejé que las llamas acariciaran mi mano, para llevarme ese momento impreso en la piel, para siempre. El dolor físico consiguió igualar al dolor que llevaba en el pecho, y entonces retiré la mano, justo cuando comenzaba a escuchar sus sollozos, allí, sentada mirando el suelo. Levanté su cara con mi mano caliente, para obligarla a verme a los ojos, a través de sus lágrimas, mientras le pronunciaba mis últimas palabras.
  "Nunca más voy a poder explicarte nada. Pero espero, de corazón, que algún día entiendas lo que acaba de pasar".

domingo, 20 de noviembre de 2011

El pastor de la muerte

  Se había llamado Antonio, en algún remoto pasado, pero ya nadie lo conocía por ese nombre. Ni siquiera él se reconocía como tal, perdido entre tantos años de soledad y miseria. "El pastor de la muerte", así se llamaba a sí mismo, y era uno de los tantos apelativos con que se lo nombraba, aunque nunca en voz alta, siempre en un susurro, y únicamente los viejos sabios que ya no le temen a nada eran los que se animaban a invocarlo con esas palabras.
  El pastor siempre había sido viejo, pero Antonio alguna vez fue joven. Joven y arrogante, enamorando chicas de pueblo en pueblo, sembrando bastardos que luego cubría con el polvo que levantaba en su huída. Cuenta la leyenda, o, mejor dicho, una de las leyendas, que en Tupungato embarazó a la hija de Don Nicanor, y que la mancillada doncella intentó detenerlo antes de que huyera hacia su próximo pueblo, hacia su próximo vientre, y que Antonio lanzó su caballo sobre la pobre quinceañera, para luego escupirla al tiempo que le dedicaba estas últimas palabras: "Esa hinchazón no es mi problema, y escapa a mis soluciones. Que tu padre brujo te lave los pecados". Cuesta creer que Antonio fuera no sólo tan malvado, sino también tan poco juicioso, porque llamar brujo a un brujo y humillar a su hija al mismo tiempo es más peligroso que dormirse desnudo flotando en un río. Así firmó su condena. Nicanor lavó de pecados a su pequeña, y drenó de su barriga aquella semilla perniciosa, para luego aparecérsele a Antonio en medio de la llanura, mientras dormía, dos noches después de su huída de Tupungato. "Usted juega con cosas que no comprende, compadre. Tiene mucho que aprender antes de pagar por lo que ha hecho. Pero pagará". Así le habló Nicanor en sueños, así se selló su triste destino. Otras versiones cuentan que Antonio se convirtió en el pastor tras perder una apuesta con el mismísimo Mandinga, pero es algo inverosímil creer que el Maligno tenga tanto tiempo libre como para andar jugando apuestas y poblando la Pampa de apariciones como el pastor.
  Sea de la forma que fuere, al llegar Antonio al próximo pueblo, ya era otro. Sus ardores egoístas y juveniles fueron reemplazados por un amor colosal e inmediato por Lucrecia, una muchachita humilde de enormes ojos y expresión tímida. Antonio, porque todavía era Antonio, la enamoró de inmediato, como siempre hacía, pero se comportó de manera noble: se instaló en el pueblo, se casó con Lucrecia, y se convirtió en un hombre de bien. Quizás la brutalidad de su último asalto, o el susto de la aparición en medio de la llanura lo hubieran cambiado, pero yo soy más de pensar, si se me permite el atrevimiento, que era parte de la maldición, que la maldición sólo funciona por el hombre que Antonio pasó a ser, y que no funcionaría si siguiera siendo un villano despreciable.
  Antonio amó a su mujer, con todo su corazón, y a la que luego fue su familia. Tres hijas, dos hijos, tres nietas y dos nietos. Envejeció allí, en Sarabia, y tuvo una vida feliz. Vida que se terminó al llegar a los 63 años, cuando se convirtió, sin saberlo, en el pastor de la muerte. Fue un dos de Junio, mientras se cebaba unos mates en el patiecito, cuando volvió a aparecérsele la figura de Don Nicanor. Alto, vestido de negro, apoyado con ambas manos sobre su bastón de roble, con un sombrero desvencijado y una mirada penetrante, en una cara curtida por los años pero que conservaba todos los rasgos que Antonio no había podido olvidar. El terror se apoderó de él, y sólo pudo escapar. Recogió sus cosas, y sin explicarle nada a nadie, escapó hacia el monte, llevando como compañía sólo a su mula. Marchó por dos días totalmente alucinado, sin comprender qué pasaba, ni por qué huía. Al ir pasando las horas, el terror lo abandonó, y Antonio decidió que su huída había sido un pecado de imberbe. Volvió sobre sus pasos, entonces, mas no fue Antonio el que volvió sobre la vieja mula a Sarabia. Fue el pastor de la muerte, que ingresó en un pueblo fantasma, donde los cadáveres de todos los habitantes permanecían allí donde él los había visto vivos por última vez. Todos. Del primero al último, muertos. El pastor lloró como nunca antes en su vida, y Don Nicanor, o Mandinga, manipuló sus pensamientos para que entendiera que había sido él, Antonio, el que había llevado la muerte al pueblo. El que había amado tanto a ese lugar y a esa gente, para luego abandonarlos a la muerte. Pero el pastor no entendió. Tampoco entendió por qué no pudo colgarse esa misma noche. O por qué la sangre no brotó de su cuerpo a la noche siguiente, cuando atravesó su pecho con su facón, o por qué siguió vivo aún cuando ya no comía ni bebía. Enloquecido por el dolor, huyó por segunda vez de Sarabia.
  Cuatro días después llegó, en mula, a San Aquilino. Entro a la posada, y buscó pelea entre los bravucones del lugar. Se ganó una paliza terrible y un puntazo en el estómago, que habría sido mortal si hubiera tenido alguna vida dentro que se pudiera aniquilar. Pero no, tan solo quedó tendido sobre la tierra, sin entender por qué no podía morir, todavía sin saber por qué había muerto todo su pueblo, y sin saber qué papel jugaba Don Nicanor en toda esta historia.
  Huyó de San Aquilino. Al día siguiente, toda la población de San Aquilino pereció. De esto se enteró en Valle del moro, tres días después. No alcanzó a comprenderlo, pero lo intuyó. Supo que debía quedarse en Valle del moro, que debía olvidar todo ese dolor, toda esa locura que lo incapacitaba, porque la vida de esa gente, ahora dependía de él. Durmió en la calle, como un pordiosero. Y Don Nicanor, o Mandinga, lo despertó. "Tarde o temprano va a tener que irse, hermanito. Miresé: es un viejo loco y sucio. Esta gente lo va a echar de una patada en el culo. Yo le aconsejaría partir antes de encariñarse con alguien. Escuché que hay una chinita hermosa. Se llama Lucila. Ella lo va a querer, a pesar del olor que tiene. ¿Quiere conocerla? Se va a enamorar. Mire, allá viene...".
  - Tómese algo, abuelo.
  Lucila le alcanzó un mate, y un balde con agua para que se limpiara. Y el pastor se enamoró, porque eso formaba también parte de su maldición. Vivió allí cinco años, sin envejecer, sin encontrar placer en nada, sólo amando locamente a Lucila, pero con un amor angustiante, que nada bueno le otorgaba, ya que se sabía el causante de su muerte. No importaba cuándo, un día ella moriría, todos morirían, menos él. "Quizás pudiera burlar la maldición, quizás pudiera quedarme aquí por siempre", pensaba. Pero si hay algo común en las maldiciones, es que son eternas e inapelables. Un 11 de Agosto unos bandoleros pasaron por Valle del moro y se llevaron a Lucila. El pastor alcanzó a verlos cuando abandonaban el pueblo, y no lo dudó: tomó un caballo y corrió tras ellos. Ni bien abandonó la carretera para adentrarse en la llanura salvaje y comenzar la persecución, vio cómo los bandoleros, uno a uno, fueron cayendo sin vida de sus monturas. Todos menos uno, el que parecía el líder, el que cargaba el cuerpo de Lucila, ahora también sin vida. El jinete indemne volvió su caballo y desanduvo su camino para encontrarse con el pastor, que permanecía azorado. Era Don Nicanor, que sonreía de oreja a oreja.
  - Ánimo, compadre. En Valle del moro ya no queda quien respire, pero a sólo dos días al norte tenemos Arredondo, un hermoso pueblo con casi 600 habitantes...
  El pastor, desesperado, decidió dejarse morir. De alguna manera eso tenía que ser posible. Y en caso de no lograrlo, lo mejor sería permanecer tendido allí, en el pueblo muerto, donde ya nadie pudiera ser afectado por su triste destino. Así que se ató a un mástil de la plaza de Valle del moro, y observó la putrefacción de los cadáveres con la esperanza de que fuera contagiosa.
  Pasó allí dos meses, hasta que perdió el conocimiento, y una caravana, quizás guiada por Don Nicanor, lo encontró con vida y lo llevó a Arredondo. El pastor de la muerte despertó, entonces, en una cama, en una habitación, bajo el cuidado de una hermosa enfermera, de la cual se enamoró instantáneamente. Pasado el inicial momento de fascinación, entendió que una vez más había sido vencido, y que ya nunca encontraría la paz. Condenado a emigrar de pueblo en pueblo, enamorándose siempre, para luego ver cómo todo aquello que había amado se marchitaba por su culpa.
  - Tiene usted la fuerza de un toro- le dijo la enfermera, a modo de bienvenida.
  - ¿Cómo se llama?
  - Estela.
  "Qué irónico", pensó. "Ese debiera ser mi nombre, puesto que adonde quiera que vaya, me persigue una estela de muerte. La muerte es mi sombra, y yo soy su avanzada, su vanguardia, su más traicionero mensajero."
  - Estela. Usted será, a partir de ahora, mi esposa. Y cuidará que nunca, pero nunca, me vaya de Arredondo.
  Se casaron. No tuvieron hijos, porque ya no había vida para perpetuar dentro del pastor, pero se amaron. Ella, con total entrega, y él, con la oprimente pena de saberse su verdugo. La convenció de que estaba loco y enfermo, y se amarró al catre. Así vivieron todo su matrimonio. 30 años. Los dos sufriendo por ese amor enfermo, fruto de una venganza legendaria.
  Para ese entonces, la leyenda del pastor de la muerte ya era algo conocido en todos los pueblos. Las palabras del joven Antonio, la condena proferida por Don Nicanor en esa noche a la intemperie, la muerte de las poblaciones enteras de Sarabia, San Aquilino y Valle del moro. El viejo sin nombre, amarrado al catre, encontrado con vida entre cadáveres putrefactos. Y 30 años sin fallecimientos en Arredondo, desde el día en que el extraño llegó. Por alguna razón, la gente ya no moría. Los más viejos ya llegaban a la centuria, cansados, fatigados por una vida sin vida, como la del pastor. La gente se enfermaba, pero no pasaba de la agonía. Los accidentes sólo generaban lisiados, atados de por vida al catre. Un pueblo entero de agonizantes, todos a imagen y semejanza del pastor. Él escuchaba lo que se hablaba, se enteraba de las extrañas cosas que ocurrían, y sabía que ya nadie dudaba que él fuera el culpable. La gente comenzó a congregarse en la puerta de Estela, pidiéndole que por favor desatara a su marido, que lo dejara irse, que ya estaba bien, que no se podía seguir así. Estela lloraba y también iba muriéndose por dentro, presa de una enfermedad que, sin la influencia de la venganza de Don Nicanor, la habría liquidado pronto y con escaso dolor. Pero, en vez de eso, permanecía en pie, soportando un sufrimiento que ningún ser humano en circunstancias normales debiera conocer.
  Desde el primer día, el espectro de Don Nicanor se encontraba parado a los pies de la cama del pastor, mirándolo con su siniestra sonrisa, torturándolo con su presencia. Pero la voluntad del pastor era inquebrantable. Allí se quedaría, sin importar qué pasara.
  - Viejito- le dijo un día Estela-. ¿No le parece que ya está bien?
  Don Nicanor comenzó a reír, y desatar las ataduras del pastor.
  - ¡No, no!- gritaba el viejo, aterrado por la posibilidad de marcharse, de acabar con la agonía del pueblo entero, exceptuando la suya.
  - Vaya, viejito... Vaya...
  La voz de Estela se transformó en un silbido casi imperceptible, y la expresión de su rostro se perdió para siempre, sus ojos muertos mirando hacia ningún lado, hinchándose y deshinchándose al ritmo de una ruidosa y fluctuante respiración.
  El pastor salió a ver las calles del pueblo suyo, del pueblo que amaba, pero que jamás había recorrido. Aquí y allá, sólo había gente agonizando. Apenas algunos niños se mantenían en pie, pero lloraban desconsoladamente, por el hambre, o por la desgarradora imagen de una madre o un padre tendido en la calle y sacudido por una respiración tenebrosa. Un adolescente le cortó el paso, y lo golpeó.
  - ¡Váyase de acá, viejo infeliz! ¡Y nunca más vuelva!
  El pastor recorrió las calles, con una inmensa tristeza, hasta llegar a la entrada del pueblo. Allí lo esperaba Don Nicanor.
  - Compadre... No sabe la que le espera. Se llama Zaira, y es la dulzura misma. Y con ella sí tendrá un hijo. Y se llamará Antonio.

sábado, 19 de noviembre de 2011

El amante perfecto (¿Doppelgänger #2?)

  Guillermo llegó a ser un gran amante, sin duda el mejor de su ciudad, probablemente el mejor de su país, y tal vez hasta el mejor del mundo. Es difícil medir o evaluar la capacidad amatoria de una persona, pero su caso llegó a ser tan excepcional, que llamarlo "el amante perfecto" no es una exageración. Fueron tantas las mujeres que perdieron los estribos sobre su peludo cuerpo, tantos los gemidos que arrancó de muchachas que recién con él entendieron qué era el placer, tantas las leyendas que se generaron alrededor de su misteriosa presencia, que, de hecho, el título de "amante perfecto" no le hace justicia. La perfección sólo habla de un estado de equilibrio, donde nada sobra ni falta. Pero su papel como amante era desequilibrante, obsceno, exagerado. Cada piel que tocaba se encendía, desterraba de los cuerpos cualquier señal de pudor o sensatez, para traducir en un idioma animal los deseos más profundos de la afortunada de turno. Un verdadero atleta sexual, pero también del corazón, del cerebro, del alma. No había fibra que dejara intacta, sacudía a su paso cada una de las moléculas de sus conquistas.
  Pero eso no fue siempre así. El comienzo de su vida amorosa estuvo marcado por el fracaso, un fracaso tan sobrenatural y poderoso como luego llegaría a ser su éxito. Todo empezó con Tamara, su primer y gran amor. La conoció a los diecisiete años, en uno de sus viajes en solitario, que emprendía en busca de su centro, con su guitarra al hombro, la herramienta que, en ese momento, creía que le permitiría conquistar a su primera mujer. Y así fue. Desafinando gastadas declaraciones de amor, consiguió que el corazón de Tamara se le abriese, así como también sus piernas. Y allí comenzó a manifestarse su extraño poder: Tamara, al ser tocada por Guillermo, caía inmediatamente en un sueño profundo. Irrevocablemente. Las primeras veces, Guillermo lo atribuyó a un miedo virginal por parte de la muchacha. Luego, hablando con ella sobre sus experiencias previas, comprobó que no, que Tamara no era virgen, ni siquiera pudorosa, que con sus tiernos dieciseis años ya contaba con una experiencia vasta tanto en cantidad como en calidad de amantes, y que no, ¿cuándo me quedé yo dormida, de qué estás hablando? Guillermo siguió entonces sometiéndola a su extraño y desubicado poder, siempre teorizando en la penumbra cuál podía ser el problema. Frustrado, y con incontenibles ganas de hacerla suya, comenzó a odiarse a sí mismo por esa incapacidad por mantenerla despierta, intuyendo que algo malo tenía. Ella era su primera mujer, la única que había deseado y que desearía con tanta fuerza, aún luego de más de 75 años de compartir orgasmos de todos los colores, olores, formas y estilos. Así que se alejó, la octava noche que pasaron juntos. Al dormirse ella con la lengua de su amado dentro de la boca, Guillermo decidió partir, no sin antes cubrirla con una frazada y dejarle un desayuno preparado a modo de despedida.
  Partió a saciar su sed sexual, sin importar con quién ni cómo, y así lo hizo: la suerte quiso que se encontrara con la única persona en el mundo capaz de neutralizar su poder. Se llamaba María Cristina, y le llevaba cuarenta y siete años, que escondía bajo capas y capas de costoso maquillaje. Esas mismas capas fueron las que permitieron que nunca, pero nunca, sus pieles se tocaran. Las caricias de Guillermo se deslizaban sobre esa película de hipocresía logrando que el ímpetu y la buena voluntad tuvieran una respuesta, y así él creyó que el asunto de Tamara había quedado olvidado. Habiéndose sacado ese peso de encima, Guillermo fue descubriendo, de a poco, el loco descontrol de la pasión sexual. Fue desarrollando así el idioma animal que luego perfeccionaría, ya que, para ser sinceros, María Cristina tampoco le otorgaba mucha libertad. Las luces siempre apagadas y las caricias y mordiscos siempre controlados, para que su maquillaje no se viera perturbado, y siempre sobre la cama de su habitación, mandada a construir especialmente para paliar sus problemas de cadera. Pronto estas limitaciones cansaron a Guillermo, cuyo verdadero poder comenzaba a asomar. Al ver que su virtud de perder completamente el control era pagado con reprimendas y con sopapos de madre castradora, decidió mudar de lecho, sabiendo que ahora, podía volver a elegir.
  Así conoció a Isabel, con quién se consumaría la verdadera metamorfosis. Isabel era bellísima, una voluptuosa morocha de ojos verdes, con rollizas curvas que pedían a gritos que un valiente explorador perdiera allí su aliento. Así lo hizo Guillermo. Lleno de confianza y una vez más, con una increíble sed que saciar, llevó a Isabel a un hotel diez minutos después de haberla conocido. La despojó de las ropas con toda su ternura, al mismo tiempo que las desgarraba con sus dientes (un extraño método que, años después, sería bautizado por una prostituta sueca como "la caricia del polillo"). La tendió sobre la cama, y al comenzar a tocarla, Isabel cayó en un sueño profundo. Con la guardia baja, Guillermo no se percató hasta que pasaron cinco minutos e Isabel comenzó a roncar. Y entonces ocurrió la desgracia más afortunada: Guillermo, en un estado de éxtasis total, ese estado de calentura animal que lo caracterizaría por siempre, recordó ese viejo fracaso. Ese viejo amor. Tamara, su bella durmiente. Tamara, con su rechazo inapelable. Tamara, esa mujerzuela que a todos se había ofrecido, menos a él. Con el raciocinio totalmente apagado, toda esa vorágine de recuerdos traumáticos lo volvió loco, y descargó su furia sexual en la dormida Isabel. Hizo lo que nunca con Tamara. La violó. Pero su contacto la mantenía dormida, y eso lo enfurecía aún más. Él deseaba despertarla, estaba enfrentando ese viejo fracaso para vencerlo, gritando improperios y llamándola "Tamara", "Tamara, la puta", "Tamara, la zorra", "Tamara, ¡despierta, desgraciada!". Pero Isabel no podía despertar, ya que el contacto de Guillermo, aunque tremendamente violento, la mantenía en ese coma sobrenatural. Guillermo le mordió los pezones hasta hacérselos sangrar, le tiró del pelo arrancándole mechones, pero nada, Isabel seguía dormida, en ese terremoto de furia y pasión que podría haber terminado en una tragedia. Pero allí, en la alcoba, las cosas que importan pasan por debajo de nuestra consciencia. Guillermo logró despertarla, pero no fueron sus arrebatos furiosos, sino un cambio interno, un cambio químico, o quizás metafísico, en fin, un cambio de frecuencia, algo, que hizo que de repente, su tacto no sólo la despertara, sino que despertara en Isabel sus más bajos instintos, para que respondiese a esa furia animal de Guillermo de la misma manera. Y así nació la leyenda. Esa noche, entre mechones de pelos arrancados y sangre bajo las uñas, Guillermo e Isabel se encontraron en un paraíso orgásmico, convirtiendo la más violenta y salvaje de las violaciones en una experiencia cargada de amor, que recordarían por todas sus vidas.
  Siguieron juntos varios años, mientras Guillermo aprendía a desterrar por completo su toque soporífero reemplazándolo por esa llamada a la pasión primigenia. Durante mucho tiempo, Isabel se quedaba dormida al comenzar sus sesiones, y Guillermo trataba de despertarla, cada vez usando menos violencia y menos tiempo, hasta que lograban encontrarse, paradójicamente perdidos en los laberintos de la sexualidad desatada. Hasta que Guillermo se convirtió en el amante perfecto, con su capacidad por enloquecer a Isabel totalmente naturalizada, al alcance de sus dedos, sin necesidad de despertarla porque ella ya no se dormía. Guillermo se había librado de su maldición. Y podría haber sido feliz con Isabel, si ella no hubiera conocido esos primeros momentos que vivieron, cuyo anhelo terminó por desgastar la relación. Isabel le confesó que no había mayor placer que el de despertar en medio de ese ciclón en que Guillermo se convertía, y fantaseaba con que él la tomara en medio de una siesta, o a las cuatro de la mañana, mientras ella dormía. "O quizás puedas hacer que me duerma como antes, ¿te acuerdas, querido?". Guillermo, que se había librado de su carga pero no de sus dolorosos recuerdos, se indignó, ya que esa furia que lo obligó a revertir sus poderes tenía un sabor más que amargo, y tomó las fantasías de su novia como una especie de burla. Así que huyó. Accedió a tomarla por la fuerza por la noche, pero en vez de eso, le dejó preparado el desayuno y partió, para nunca más volver. Isabel, que fue la única mujer que conoció las dos caras de su extraño don, no pudo soportarlo. Se quitó la vida, y fue la única de las 6.254 mujeres que se acostaron con él en hacerlo.
  Y así fue. Guillermo viajó por el mundo, buscando en cada mujer que estremecía a Tamara, su gran deuda. Las amó a todas, y todas lo amaron, y todas lo dejaron ir totalmente satisfechas, felices por haberlo conocido. Su don era tan poderoso que destrozaba cualquier idea de amor posesivo. Las mujeres ya no eran las mismas luego de haber recorrido su cuerpo. Tuvo relaciones más o menos estables con algunas de ellas, hasta simultáneamente con cinco o seis, y en una ocasión, en España, tuvo un harén de 86 mujeres, hasta que las autoridades lo descubrieron y lo expulsaron del país por inmoral. Sembraba la felicidad y la plenitud a su paso, y él también era feliz, aunque no podía apartar a Tamara de su mente.
  Los años fueron pasando, y en todos los continentes se hizo famoso. Cada vez que llegaba a una nueva comunidad, era recibido de manera especial. A veces, con el ofrecimiento de las doncellas del lugar, otras veces con la petición de conceder una última noche de pasión a las enfermas terminales, y algunas veces era perseguido por una turba violenta que buscaba castrarlo.
  Su incesante peregrinaje encontró su fin en su ciudad natal, donde, finalmente, encontró a Tamara. Los dos estaban viejos y sin dientes, pero notaron en sus ojos que su amor no se había extinguido. Guillermo ya se había retirado, hacía tres años que no realizaba ninguna de sus proezas, así que revivieron y enmendaron su noviazgo virginal, ahora sin la ansiedad de la carne. Pasaron tres años juntos, paseando de la mano, charlando hasta el alba, jugando a las damas y alimentando a las palomas en la plaza. Hasta que, una noche, decidieron saldar esa gran deuda. Más excitados que nunca, se despojaron de sus ropas y se observaron. El tiempo había hecho estragos en sus cuerpos, pero ninguno de los dos recordaba un espectaculo más hermoso que el que ahora tenía frente a sus ojos. Se acostaron, y Guillermo la beso y acarició tiernamente, sólo para quedarse dormido allí mismo, en ese instante y para siempre. Tamara besó sus ojos ya sin vida, derramó una lágrima en memoria de todos esos años que tardaron en encontrarse y, antes de marcharse, lo más silenciosamente que pudo, le preparó el desayuno.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Crítica a la sinceridad

  Hay cosas que no se hacen. Hay lugares a los cuales no se va. Hay verdades que no se persiguen. Hay cosas que es mejor no saber, lugares que es mejor no visitar, verdades que es mejor nunca oír. Porque no sos fuerte. Y porque no hay nada que no te afecte. Nada, por pequeño que sea.
  Todo esto empieza... ¿dónde? ¿Será en tu obstinada idea de siempre decir la verdad? Un acto de egoísmo puro, o la simple muestra de tu falta de habilidades sociales. Todo sería más simple si mintieras... O si, por lo menos, no buscaras decir la verdad todo el tiempo. Y ahí está tu característica ambigüedad: creés que es una posición noble, algo que te eleva por sobre los demás, y al mismo tiempo te hace sentir un idiota, porque la verdad es que no sabés mentir, que no hay elección en tu postura, porque no podés mentir.
  Y todo eso no es más que una molestia para tu entorno, que tiene que soportar tu poco urbana sinceridad. No te jode demasiado, aunque contribuye a edificar tu soledad. Lo que realmente te jode es la respuesta a esa tendencia: al sólo comunicar la verdad, intentás descubrir las verdades que te rodean a toda costa. Sin importar las consecuencias. Creés que aguantás cualquier cosa. Y ya ves que no. Que pequeñas y caducas palabras pueden provocarte náuseas, y tremendos dolores de cabeza, e insomnio. Como en aquellos días, en que sí tenían un significado...
  O quizás... no, quizás sea todo lo contrario. Quizás el ver cómo esas palabras nunca tuvieron un significado, cómo nunca hubo ahí una verdad, cómo la verdad siempre está escondida, inalcanzable, quizás sea eso lo que te enferma. Porque nunca vas a saber la verdad. Siempre vas a tener que elegir en qué confiar, aún cuando encuentres cosas que se contradicen, y analices y hagas cuentas y veas que los números no dan, que no puede ser. ¿Dónde mierda está la verdad? Pero esa no es la pregunta que importa. La pregunta que importa es: ¿dónde mierda estás vos, por buscarla? ¿Hasta dónde te cubriste de mierda para nunca encontrarla?